viernes, 6 de agosto de 2010

POR SIEMPRE SACERDOTES AL SERVICIO


PRIMERA PARTE:
SACERDOTE PARA SIEMPRE
INTRODUCCIÓN

En este libro queremos hablar de la grandeza del sacerdocio católico. Por supuesto que los sacerdotes son hombres, nacidos de familias comunes y corrientes, que tienen virtudes y defectos como todos los seres humanos. Pero Dios los ha escogido desde toda la eternidad para cumplir la misión de llevar su amor y su perdón a todos los hombres. Por ello, en su vida debe resplandecer el amor, deben ser padres ejemplares para sus fieles. Y deben estar bien preparados humana y espiritualmente para poder responder a todos los retos y preguntas que les hace el hombre de hoy.

Ser sacerdote en un mundo en continuo cambio, que todo lo relativiza y que parece ir hacia la total libertad de costumbres, ciertamente no es fácil. Muchos sacerdotes sufren la incomprensión y el rechazo de sus contemporáneos. Otros sufren de soledad en este mundo, en que queda poco espacio para Dios. Pero, si se mantienen fieles a su misión espiritual, y no dejan la oración ni la Eucaristía, podemos decir que podrán decir al final con alegría: Misión cumplida.

Hoy, cuando muchos medios de comunicación social pareciera que se regocijan, buscando y aireando casos de escándalos sacerdotales, sería bueno recordar que la mayoría de los sacerdotes de todos los tiempos han sido buenos seguidores de Cristo y han cumplido y cumplen fielmente su misión. Si no han faltado infieles a su vocación, tampoco han faltado nunca santos eminentes para gloria de Dios y de la humanidad entera. Ojalá que este libro sea un estímulo para tantos jóvenes, que desean dar un sentido profundo a sus vidas, para que sigan este camino al que son llamados, sin temor. Vale la pena dar la vida por Cristo y por los demás y ser otro Cristo en la tierra, hasta sus últimas consecuencias. Sacerdote, cada día tus manos son la cuna de Jesús; en tus manos Dios cambia la sustancia del pan y del vino en la carne y sangre de Jesús; por medio de tus manos da la absolución de los pecados. Tus manos liberan, sanan, bendicen y perdonan. No lo olvides nunca.

LA VOCACIÓN SACERDOTAL
Desde toda la eternidad Dios ha escogido a algunos hombres para que le sirvan de modo especial dentro de la Iglesia. Son escogidos personalmente. ¿Por qué a unos sí y otros no? Son los misterios de Dios, pues la elección es un don gratuito que nadie puede merecer. La vocación es como una revelación misteriosa de Dios a un hombre, para encomendarle una misión que supera con mucho sus fuerzas. Pero que él, contando con la gracia del mismo Dios, puede aceptar y cumplir. Es como si Jesús le dijera a cada uno en particular, en lo más profundo de su alma: Sígueme. Algunos pueden dudar, quizás crean que su misión es otra; pero, si le piden su luz, Él nunca dejará de iluminarles el camino y hablarles interiormente con claridad. Alguien ha dicho que la vocación al sacerdocio es como un poema de amor entre Dios y el hombre. Es una llamada y una respuesta de amor al Amor. Es un diálogo de corazón a corazón, en el que Dios lo llama a ser otro Cristo, dispuesto a dar su vida por los demás y a servirles sin condiciones ni limitaciones para siempre.

El sacerdote está llamado a ser mediador entre Dios y los hombres. Y nadie puede arrogarse este honor, pues es Dios quien llama como en el caso de Aarón (Heb 5,4). Es tomado de entre los hombres en favor de los hombres para las cosas que miran a Dios, para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados, para que pueda compadecerse de los ignorantes y extraviados por cuanto él está también rodeado de flaqueza y, a causa de ella, debe por sí mismo ofrecer sacrificios por los pecados igual que por el pueblo (Heb 5, 1-3). Jesús les dice: No me habéis elegido vosotros a Mí, sino que yo os he elegido a vosotros (Jn 15, 16). Por eso, la vocación, en su dimensión más profunda, es un gran misterio y es un don que supera infinitamente al hombre (DM 1).

Hugo Wast decía: Un sacerdote hace más falta que un rey, que un militar, que un médico, que un maestro, porque él puede reemplazar a todos, pero nadie puede reemplazarlo a él. Por eso, se comprende la inmensa necesidad de fomentar las vocaciones sacerdotales y que es un gran pecado impedir o desalentar una vocación sacerdotal; ya que, si un padre o una madre obstruyen la vocación de su hijo, es como si le hicieran renunciar a un título de nobleza incomparable. Quizás no todos los padres de familia puedan entender esto. Quizás muchos católicos con poca fe, no entiendan o no valoren la dignidad sacerdotal y prefieran que sus hijos sean cualquier cosa antes que sacerdotes. No faltarán quizás algunos que hablen de los escándalos de algún sacerdote para hacer creer que todos son iguales. Pero, con la misma regla de tres, podríamos decir lo mismo y mucho más del matrimonio o de cualquier otra profesión del mundo. Por lo tanto, oremos por los jóvenes llamados a esta sublime vocación. Jesús les dice a cada uno de ellos: No tengas miedo, de ahora en adelante serás pescador de hombres (Lc 5, 10).

SER SACERDOTE
Decía san Juan María Bautista Vianney, el famoso cura de Ars: El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús... Si comprendiésemos bien lo que es el sacerdote, moriríamos, no de pavor, sino de amor. El sacerdote es el depositario y distribuidor de los dones de la Redención. Es pastor y guía del pueblo de Dios. Es representante y embajador de Cristo en el mundo y debe actuar siempre en su Nombre y con su poder. En su aspecto exterior, debe reflejar su dignidad y, por eso, debe distinguirse de los demás como el pastor se distingue de sus ovejas. Debe ser un padre para todos, siempre disponible. Debe ser un hombre de fe, un hombre de Dios. Y debe sentir, como una responsabilidad, la salvación de todos los hombres. Por lo cual, cada día, durante la celebración de la misa, debe encomendarlos a todos como un padre a sus hijos. Porque cada sacerdote debe vivir la solicitud por toda la Iglesia y sentirse, de algún modo, responsable de ella (DM 5).

Pero, sobre todo, el sacerdote debe ser el hombre de la Eucaristía, debe centrar su vida en la celebración del misterio eucarístico. El sacerdote, celebrando cada día la Eucaristía, penetra en el corazón de este misterio. La celebración de la Eucaristía es para él, el momento más importante y sagrado de la jornada y el centro de su vida (DM 8). Cuando celebra la misa, la celebra en la persona de Cristo (in persona Christi). Lo que Cristo ha realizado sobre el altar de la cruz y que, precedentemente, ha establecido como sacramento en el cenáculo, el sacerdote lo renueva con la fuerza del Espíritu Santo. En ese momento, el sacerdote está como envuelto por el poder del Espíritu Santo y las palabras adquieren la misma eficacia que las pronunciadas por Cristo durante la Última Cena (DM 8).

Celebrar la Eucaristía es la misión más sublime y más sagrada de todo sacerdote (DM 9). La Eucaristía constituye la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella... Nosotros estamos unidos de manera singular y excepcional a la Eucaristía. Somos, en cierto sentido, “por ella y para ella”. Somos, de modo particular, responsables de ella1. También el sacerdote es testigo e instrumento de la misericordia divina y, por eso, como un padre, debe esperar en el confesionario a sus hijos que desean recibir el perdón de Dios. El sacerdote es administrador de bienes invisibles e inconmensurables que pertenecen al orden espiritual y sobrenatural (DM 9). Precisamente por ello, el sacerdote debe estar bien preparado para poder responder a las exigencias del mundo moderno. Debe actualizarse constantemente en los últimos documentos de la Iglesia y seguir atentamente los acontecimientos del mundo. Debe estar altamente cualificado, pero, sobre todo, debe amar a Cristo.

Durante el tiempo de Seminario debe enamorarse de Cristo. Sólo si tiene una experiencia personal de Cristo puede comprender en verdad su voluntad y, por tanto, la propia vocación. Cuanto más conoces a Jesús, más te atrae su misterio; cuanto más lo encuentras, más fuerte es el deseo de buscarlo. Es un movimiento del espíritu que dura toda la vida. El Seminario es como una estación llena de promesas2.

Por eso, el sacerdote no puede conformarse con lo que ha aprendido un día en el Seminario, aun cuando se haya tratado de estudios a nivel universitario. El proceso de formación intelectual y espiritual debe continuar toda la vida. Por otra parte, el sacerdote, a diferencia de otras profesiones como médicos, ingenieros, abogados, maestros..., está marcado como tal para toda la eternidad, es sacerdote para siempre. En el cielo se reconocerá a los sacerdotes como tales. El día de su ordenación recibió el carácter sacerdotal, como un sello indeleble, que le indica que es de exclusiva propiedad del Señor.

El carácter sagrado le afecta de modo tan profundo que orienta íntegramente todo su ser y su obrar hacia su destino sacerdotal. De modo que no queda en él ya nada de lo que pueda disponer como si no fuese sacerdote... Y cuando realice acciones que, por su naturaleza, son de orden temporal, el sacerdote es siempre ministro de Dios. En él, todo, incluso lo profano, debe convertirse en sacerdotal3. El sacerdocio, para él, no es un modo de conseguir seguridad en la vida, un modo de ganarse el pan y obtener una cierta posición social. El sacerdocio sólo puede ser una respuesta a la llamada de Dios, pues nadie puede darse a sí mismo el sacerdocio. Es Jesús quien llama al que quiere. No existe el derecho al sacerdocio, como si fuera un derecho humano, que hay que respetar en quien quiere recibirlo.

El sacerdocio no es un oficio o profesión como las demás. El sacerdocio es una llamada personal de Jesús, que el llamado puede rechazar. Pero que, si la sigue, debe tomarla en serio. Hay un derecho del Señor sobre los llamados, que deben seguir y aceptar su voluntad. Por eso, un sacerdote no puede ser mediocre. Las almas necesitan sacerdotes-sacerdotes y no sacerdotes a medias, que viven como laicos, o laicos, que actúan como sacerdotes. Hay que ser sacerdotes-sacerdotes al ciento por ciento. Y eso debe notarse hasta en su modo de vestir y de vivir. Un sacerdote no puede llevar una vida de lujo que escandalice a sus feligreses pobres o vivir igual que cualquiera, yendo a cines y espectáculos de cualquier tipo, con la excusa de que hay que estar al día. Un sacerdote debe cuidar su espíritu, pues debe ser un modelo espiritual para los demás, o sea, debe ser ejemplar. Cada palabra y cada acción deben estar imbuidas de su espíritu sacerdotal y de su misión de salvar almas. El sacerdote no puede ser solamente un promotor social. Debe ser un hombre de Dios y llevar a los hombres a Dios.

La hermana Briege McKenna dice: Conozco a un sacerdote que viajó a Sudamérica para ayudar a los pobres. Tenía un gran entusiasmo, disponía de medios materiales... Cuando llegó, comenzó a construir clínicas y escuelas. Después de diez años, se dio cuenta de que muchos de sus parroquianos acudían a una misión evangélica. Se habían cambiado de religión. Un día, se quejó a uno de los ancianos, un hombre fiel, que siempre estaba en la iglesia ayudando al sacerdote. El anciano lo miró con lágrimas y le dijo: “Padre, no quiero lastimarlo. Usted nos trajo un montón de cosas buenas. Ha trabajado muy duro, pero no nos ha traído a Jesús y nosotros necesitamos a Jesús”.

El sacerdote se sintió avergonzado y dijo: “Estaba muy ocupado y casi no celebraba misa. No tenía tiempo. Para mí era muy importante alimentar a esas personas que tenían hambre”. Pero Nuestro Señor le mostró que esas personas querían algo más que cosas materiales... Para él las cosas materiales eran importantes, pero un sacerdote no puede convertirse en un trabajador social ni en un político. Él no puede depender de recursos humanos, él debe depender de Jesucristo. Por eso, cuando desapareció su ceguera espiritual, me dijo: “Yo había perdido la fe. Me enojaba de que los pobres fueran explotados y no veía nada más”.

Este sacerdote regresó a Sudamérica como un hombre cambiado después de un retiro en su patria. Y comenzó a entender las palabras de Jesús a sus apóstoles: “Para mí nada es imposible”. Vio, a través de los ojos de la fe, la importancia de su sacerdocio y entendió la necesidad de depender de Dios4. Comprendió que su principal misión como sacerdote era amar a Jesús y llevar a Jesús, presente en la Eucaristía, a los demás. Y sintió la necesidad de orar y de ser santo para ser un fiel instrumento de Jesús. El mundo actual reclama sacerdotes santos. Solamente un sacerdote santo puede ser, en un mundo cada vez más secularizado, testigo transparente de Cristo y de su Evangelio. Solamente así, el sacerdote puede ser guía de los hombres y maestro de santidad. Los hombres, sobre todo los jóvenes, esperan un guía así ¡El sacerdote puede ser guía y maestro en la medida en que es un testigo auténtico! (DM 9).

Por todo ello, es tan importante la oración en la vida del sacerdote. La oración hace al sacerdote y el sacerdote se hace a través de la oración. Debe estar convencido de que el mejor tiempo empleado es el tiempo dedicado a la oración. Si todos estamos llamados a la santidad, ¡con cuánta más razón el sacerdote! ¡Amad vuestro sacerdocio! ¡Sed fieles hasta el final! Sabed ver en él aquel tesoro evangélico por el cual vale la pena darlo todo (DM 10). De aquí que sea tan importante recordar y celebrar cada año el día de la ordenación sacerdotal. Así lo hacía el santo Padre Pío de Pietrelcina, que escribía:

Mi pensamiento vuela al día de mi ordenación. Mañana, fiesta de san Lorenzo es, precisamente, el día de mi fiesta. Ya he comenzado a probar de nuevo el gozo de aquel día santo. Desde esta mañana, he comenzado a gustar el paraíso. Voy comparando la paz que sentí aquel día con la paz que comienzo a sentir desde la víspera de este día y no encuentro nada diferente. El día de san Lorenzo fue el día en que mi corazón estuvo más encendido de amor a Jesús. ¡Qué feliz fui aquel día de mi ordenación!5.

El Papa Benedicto XVI dice sobre aquel día: La ordenación sacerdotal la recibimos en la catedral de Frisinga de manos del cardenal Faulhaber en la fiesta de los santos Pedro y Pablo del año 1951. Éramos más de cuarenta candidatos. Era un espléndido día de verano que permanece inolvidable, como el momento más importante de mi vida. No se debe ser supersticioso, pero en el momento en que el anciano arzobispo impuso sus manos sobre las mías, un pajarillo, tal vez una alondra, se elevó del altar mayor de la catedral y entonó un breve canto gozoso; para mí fue como si una voz de lo alto me dijese: Va bien así, estás en el camino justo6.

SACERDOTE DE CRISTO Y DE LA IGLESIA
El sacerdote es ministro de Cristo y, en la celebración de la misa, ofrece el santo sacrificio in persona Christi (en la persona de Cristo), lo cual quiere decir más que en nombre o en vez de Cristo. In persona quiere decir en la identificación específica sacramental con el sumo y eterno sacerdote, que es el autor y el sujeto principal de este su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser 6
sustituido por nadie7. En la misa, Cristo absorbe la persona del sacerdote y actúa a través de él, que es su ministro e instrumento.

El sacerdote le presta su voz, sus manos, su cuerpo. El que habla en la misa, no es el sacerdote humano, al que escuchamos. Ciertamente, oímos su voz, pero su voz viene de más arriba, de más hondo. Es la voz de Cristo, que habla a través del sacerdote. Sus manos son las manos de Jesús, porque, en realidad, es Jesús quien celebra la misa por medio del sacerdote. Él es el único y eterno sacerdote; pero, como a Él no lo vemos ni oímos, necesita del sacerdote, como de una pantalla, para proyectar su propia vida, su amor, su voz y su ofrecimiento permanente por la salvación del mundo. Ahora bien, el ofrecimiento de Cristo, es decir, su misa no la hace solo. Ofrece continuamente consigo a su Cuerpo, que es la Iglesia, y quiere que todos los fieles, empezando por el sacerdote y los que asisten a la misa, se ofrezcan, junto con Él, al Padre, por la salvación del mundo. La misa, como dice el canon 899, es una acción de Cristo y de la Iglesia, en la cual Cristo Nuestro Señor, por el misterio del sacerdote, se ofrece a sí mismo a Dios Padre. Por eso, el sacerdote no puede ser sacerdote de Cristo sin la Iglesia, pues Cristo y la Iglesia están íntimamente unidos como la Cabeza y el Cuerpo. Cristo es cabeza de la Iglesia y salvador de su Cuerpo (Ef 5, 23). Vosotros sois el Cuerpo de Cristo (1 Co 12, 27; Rom 12, 5). Por lo cual, el sacerdote debe celebrar la misa en unión con todo el universo y con todos los hombres.

En la celebración eucarística no sólo hay comunión con el Señor, sino también con la creación y con los hombres de cualquier lugar y tiempo... La celebración eucarística no es sólo un encuentro entre el cielo y la tierra, sino también un encuentro entre la Iglesia de entonces y la de hoy, entre la de aquí y la de allí... Nombrar al Papa y al obispo significa que celebramos realmente la única Eucaristía de Jesucristo y que solamente podemos recibirla en la única Iglesia...

La celebración de la misa necesita del sacerdote, que no habla en su propio nombre, no actúa como si se tratara de una tarea propia, sino que representa a toda la Iglesia, a la Iglesia de cualquier tiempo y lugar, a la Iglesia que le ha transmitido a él lo que ella misma ha recibido8.
La Eucaristía solamente puede celebrarse correctamente, si se celebra con toda la Iglesia. A Jesús solamente lo tenemos, si lo tenemos con los demás. Y porque en la Eucaristía solamente se trata de Cristo, precisamente por eso, ella es el sacramento de la Iglesia. Y por el mismo motivo sólo puede ser celebrada en unidad con toda la Iglesia y contando con su autorización. Por eso, el Papa aparece en la plegaria eucarística en la celebración de la Eucaristía. La comunión con él es comunión con la totalidad, sin la cual no se puede dar la comunión (plena) con Cristo... Nuestra fe y nuestra oración sólo son correctas, cuando en ellas pervive sin interrupción la auto-superación, la autorrenuncia a aquello que nos es propio, la cual nos conduce hasta la Iglesia de cualquier lugar y tiempo: ésta es la esencia de la catolicidad. De eso se trata cuando nosotros, por encima de lo propio, nos unimos al Papa y de ese modo nos incorporamos a la Iglesia de todos los pueblos9. Como muy bien ha dicho alguien, hay que darse cuenta con toda claridad de que la misa que se celebra, no es la misa del padre Juan, o del padre Antonio, sino la misa de Jesús y, por tanto, no podemos celebrarla a nuestro gusto y de acuerdo a nuestras ideas y opiniones, sino de acuerdo a lo que Cristo quiere, según las normas establecidas por la Iglesia universal y que tienen una continuidad viva y progresiva desde la misa de la Última Cena hasta ahora.

Pero se ha llegado al extremo de que algunos grupos litúrgicos se autofabrican la liturgia dominical. Lo que se ofrece aquí es, sin duda, el producto de unas personas listas y trabajadoras que se han inventado algo. Pero eso no significa encontrarme con la Alteridad absoluta, con lo sagrado, que se me regala, sino con la habilidad de unas cuantas personas. Y me doy cuenta de que no es eso lo que busco. Que es demasiado poco y un tanto indiferente. Hay que respetar la liturgia, que no puede ser manipulada10. A este propósito, recuerdo el caso de algunos sacerdotes conocidos, que, en el ambiente de renovación del post-concilio, querían cambiar la misa, porque era muy anticuada y celebraban la misa con un canon, copiado de alguna revista o inventado por ellos. Después, poco a poco, sólo celebraban la misa, cuando alguien les daba alguna intención. Rezaban poco; porque, para ellos, todo lo que hacían era oración, pues todos los días estaban, a todas horas, hablando de Dios a los demás. Y, sin darse cuenta, desobedeciendo, sin rezar el Oficio divino, se iban vaciando por dentro hasta que el sacerdocio se les hacía un peso difícil de llevar y no le encontraban sentido. Creían que era mejor y más útil dedicarse al servicio de los pobres, en vez de estar atendiendo al Despacho parroquial o celebrando sacramentos en la iglesia. Al final, terminaban abandonando el sacerdocio.

Después de años, he podido hablar con algunos de ellos. Y todos reconocían que, si les hubieran motivado más para orar y si las circunstancias hubieran sido más favorables, no hubieran dejado nunca el sacerdocio. Con la experiencia de los años, se habían dado cuenta de que ser sacerdote de Cristo y de la Iglesia significa obedecer y amar. Algunos son todavía buenos católicos, otros no tanto. El camino de cada uno es muy personal, pero lo cierto es que, sin amar a la Iglesia y sin obedecer a las autoridades legítimas, no se puede ser buen sacerdote ni estar plenamente unidos a Cristo y amarlo de todo corazón; ya que, de otro modo, se pierde el sentido de la dignidad sacerdotal y el sacerdote busca ser un laico más, no sólo en el vestir, sino también en su vida y en sus costumbres.

Por eso, el Papa Benedicto XVI les dijo a los sacerdotes polacos en Varsovia el 25-5-2006: ¡Creed en el gran poder de vuestro sacerdocio! En virtud del sacramento habéis recibido todo lo que sois. Cuando pronunciáis las palabras “yo ” o “mío” (Yo te absuelvo, Esto es mi cuerpo...) lo hacéis, no ya en vuestro nombre, sino en el nombre de Cristo (in persona Christi), que quiere servirse de vuestra boca y de vuestras manos, de vuestro espíritu de sacrificio y de vuestro talento. En el momento de vuestra ordenación, mediante el signo litúrgico de la imposición de las manos, Cristo os tomó bajo su particular protección; estáis ocultos bajo sus manos y en su Corazón. ¡Sumergíos en su amor y entregadle el vuestro!... En un mundo en el que hay tanto ruido, tanta desorientación, es necesaria la adoración silenciosa de Jesús oculto en la hostia. Cultivad con asiduidad la plegaria de adoración, y enseñadla a los fieles. En ella hallarán consuelo y luz, especialmente las personas que sufren. De los sacerdotes, los fieles esperan una cosa: que sean especialistas en fomentar el encuentro del hombre con Dios. No se le pide al sacerdote que sea experto en economía, en construcción o en política. De él se espera, que sea experto en la vida espiritual.

DIGNIDAD DEL SACERDOTE
Decía el Papa Pío XII que los que se consagran enteramente a Dios tienen una vocación angélica. Por eso, el sacerdote debe estar adornado de todas las virtudes y dar a los otros el ejemplo de una vida pura. Sus costumbres no deben parecerse a las de los otros, él no debe llevar los caminos comunes, debe vivir como los ángeles en el cielo o como los hombres perfectos en la tierra11.

Ya san Agustín en su tiempo decía: ¡Oh venerable dignidad del sacerdote! Entre sus manos el Hijo de Dios se encarna como en el seno de la Virgen. Ellos son más grandes que los ángeles. El mismo Jesucristo le dijo un día a santa Brígida: Yo he escogido a los sacerdotes por encima de los ángeles y de los hombres, y los he honrado sobre todas las cosas. Les he dado el poder de atar y desatar en el cielo y en la tierra. Les he dado el poder de consagrar mi Cuerpo. Si yo hubiese querido, hubiese escogido para tal oficio a los ángeles. Pero yo amo tanto a los sacerdotes que yo los he elevado a este grado de honor.

Al santo cura de Ars le gustaba decir: El sacerdote es un hombre revestido de todos los poderes de Dios. Al sacerdote no se le podrá comprender bien más que en el cielo. Cuando celebra la misa, él hace más que si creara un mundo nuevo. Si yo encontrara un sacerdote y un ángel, yo saludaría primero al sacerdote y después al ángel. Algo parecido decía también la beata Crescencia Höss y san Francisco de Asís.
San Francisco de Sales cuenta que un joven sacerdote, recién ordenado, después de la ceremonia de la ordenación, estaba para salir de la iglesia, cuando se detuvo breves instantes en la puerta, haciendo señas a un ser invisible de querer cederle el paso y salir después de él. El obispo, asombrado por este detalle, lo llamó y le preguntó la razón de aquello; y el joven sacerdote le respondió: Desde hace un tiempo, el Señor me ha dado la gracia de poder disfrutar de la vista de mi ángel. Antes de ser sacerdote, él iba siempre delante de mí, pero hoy, por honor a mi sacerdocio, me ha cedido el paso, diciéndome que él es mi servidor y de todos los sacerdotes. Por eso, yo he debido pasar primero12.

San Juan Crisóstomo decía: Debemos respetar a los sacerdotes más que a príncipes y reyes, y venerarlos más que a nuestros padres. Éstos nos han engendrado por medio de la sangre, pero los sacerdotes nos hacen nacer como hijos de Dios13. Por esto, el alma del sacerdote debe ser más pura que los rayos del sol para que el Espíritu Santo no lo abandone y para que pueda decir: Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en Mí14. Sin embargo, aunque el sacerdote deje mucho que desear, hay que respetar su dignidad, pues Dios le ha escogido a él para ser su instrumento de perdón y salvación para los hombres. Si es un pecador, Dios lo juzgará. Pero sabemos que la inmensa mayoría de los sacerdotes son buenos e, incluso, hay algunos santos. Y es muy hermoso ver personas que se acercan al sacerdote para saludarlo con respeto y le besan la mano o le piden su bendición. Es hermoso, sobre todo, cuando los niños se acercan a saludarlo con toda su alegría e inocencia, porque ven en él a un representante de Dios. Personalmente, me ha ocurrido muchas veces a lo largo de mi vida misionera en el Perú que, cuando les pregunto a los niños pequeños de 4 ó 5 años: ¿quién soy yo? Muchas veces, dicen: Tú eres Jesús.

En sus mentes infantiles yo, para ellos, soy algo de Dios. Los niños, al igual que los pobres, tienen una sensibilidad especial, para sentir quién los quiere. Y se sienten felices de ser amigos del padrecito. Ser sacerdote es también hacerse uno con ellos, ser humilde con los humildes, niño con los niños, y hacerles sentirse importantes. ¡Hace falta tan poco para hacer felices a los demás, especialmente a los pobres, enfermos, niños, ancianos o necesitados! ¡Puedo decirlo por propia experiencia!

Dice el libro de la Imitación de Cristo: Grande es la dignidad de los sacerdotes. Se les ha dado lo que no se concede a los ángeles. Sólo los sacerdotes, rectamente ordenados en la Iglesia, tienen poder de celebrar y consagrar el Cuerpo de Jesucristo... Por eso, el sacerdote debe estar adornado de todas las virtudes y ha de dar a los otros ejemplo de vida buena... Cuando el sacerdote celebra la misa, honra a Dios, alegra a los ángeles y edifica la Iglesia; ayuda a los vivos, da descanso a los difuntos y se hace participante de todos los bienes15.

Decía san Pedro Julián Eymard que el sacerdocio es la mayor dignidad que hay en la tierra. Es mayor que la de los reyes, pues su imperio se ejerce sobre las almas... El ángel sirve al sacerdote; el demonio tiembla ante él; la tierra lo mira como salvador y el cielo lo ve como príncipe que conquista elegidos. Jesucristo ha querido que sea otro Él mismo (otro Cristo en la tierra); es un Dios por participación, es Jesucristo en acción16. El sacerdote en la misa es Jesús.

Una religiosa contemplativa, a quien conozco personalmente, y tiene dones místicos y una vida sobrenatural fuera de lo común, me decía que un día, en el momento de la consagración, vio a Jesús en la persona del sacerdote. Ante su vista, desapareció la figura del sacerdote y, en su lugar, vio a Jesús. Fue una experiencia transformadora; porque, desde ese día, su amor a los sacerdotes, como representantes de Jesús en el mundo, se aumentó inmensamente.

PADRE DE TODOS
El sacerdote debe ser un padre y un pastor para todos sin excepción. No trabaja sólo unas horas determinadas, sino que es sacerdote por siempre y para siempre. Debe estar disponible las veinticuatro horas del día, sobre todo, para cosas importantes. Y debe hacer su labor pastoral con ánimo amable y acogedor, porque cualquier persona, por pobre que sea, debe tener derecho a pedirle algo de su tiempo para ser escuchada o atendida.

Esto significa que debe ser sacerdote de cuerpo entero, y no a medias tintas, evitando los malos tratos, teniendo paciencia con todos y siendo comprensivo. Con frecuencia, la gente se acerca al sacerdote para pedirle que los encomiende a ellos o a sus familiares, en casos de especial necesidad o en problemas de salud del cuerpo o del alma... Y el sacerdote debe ser el padre bueno que los escucha y los consuela y pide a Dios por ellos. San Josemaría Escribá de Balaguer decía: Hay que ser, en primer lugar, sacerdotes, después sacerdotes y siempre y en todo sacerdotes.

La Iglesia necesita sacerdotes enamorados de Cristo, felices de seguir al Maestro, mientras recorre la tierra en busca de almas que salvar, con el corazón palpitante de amor sacerdotal. Y, sobre todo, la misa diaria debe ser el punto central de cada día en la vida de un sacerdote. Y esto ¿por qué? Porque el sacerdote de hoy, de mañana y de siempre, debe ser otro Cristo, asemejarse a Cristo. Y esto sólo puede conseguirlo, celebrando diaria y devotamente la santa misa, pues la celebra en la persona de Cristo. Cristo celebra la misa por medio del sacerdote que, en esos momentos, está como identificado con Él, como el fuego y el hierro se unen en un hierro rusiente. Son UNO, siendo dos. Son dos en UNO.

Por eso, esta unidad e identificación del sacerdote con Cristo en la misa y comunión debe llevarla a la vida diaria y debe comportarse como otro Cristo en la tierra. Y ofrecer cada día en la misa, como un buen padre, las preocupaciones y necesidades de todos sus hijos. Cuando bautiza, es padre de modo especial; porque, en ese momento, engendra hijos para Dios y los hace nacer a la vida de Dios. Igualmente, cuando confiesa y aconseja está siendo padre amoroso que perdona a sus hijos extraviados y, con el poder de Dios, les devuelve la vida divina o los dirige por el camino del bien.

Los fieles quieren ver al sacerdote humilde, sencillo y cercano. También lo quieren culto, de modo que pueda aconsejarles en cualquier cuestión moral o personal que se presente. También quieren que rece, que no se niegue a administrar los sacramentos, que esté dispuesto a acoger a todos sin constituirse en jefe o militante de banderías humanas..., que ponga amor y devoción en la celebración de la santa misa, que consuele a los enfermos y afligidos, que adoctrine con la catequesis a los niños y a los adultos, que predique la palabra de Dios y no cualquier tipo de ciencia humana17.

El sacerdote, como padre, debe ser un ejemplo para sus hijos, pues un ejemplo vale más que mil palabras. Se le debe notar que es un hombre de Dios en el modo de hacer la genuflexión ante el Santísimo, en el respeto con que lee la palabra de Dios, en su compostura al celebrar la misa, en su amor a los niños, a los pobres y enfermos... Y debe ser un pastor, que guía a sus ovejas hacia Jesús, sobre todo, a Jesús presente en la Eucaristía. También, como buen padre, debe buscar a sus ovejas perdidas y orar por ellas; visitar las familias, los colegios, los hospitales... Su trabajo sacerdotal abarca toda su vida. Es sacerdote para toda su vida. Nunca puede decir: estoy fuera de servicio. Aunque esté en un país extranjero o muy lejos de su parroquia, debe manifestarse a todos como sacerdote, porque en todas partes hay ovejas que pueden necesitar de sus consejos o de una confesión. Personalmente, tengo la costumbre de hablar a los taxistas, que me prestan algún servicio. Y descubro cuántos problemas, a veces, encierran en sus corazones. Cada vida es un mundo diferente y el sacerdote debe tenderles la mano para que puedan abrir su corazón, y darles un consuelo, aunque sea regalando una estampa, un rosario o una bendición.

Hay mucha gente hambrienta de Dios, o que está confundida, y necesita una orientación, incluso, cuando son personas de otras religiones. Porque el sacerdote debe ser padre para todos hasta el último momento de su vida. Henrich Mann cuenta en su Autobiografía que, cierto día, caminó largo trecho por los caminos polvorientos de Italia en compañía de un capuchino. Cuando el fraile le preguntó por sus creencias, nuestro hombre le contestó que ni creía ni se negaba a creer, porque ambas cosas le parecían demasiado elevadas. En el momento de separarse, el capuchino le dijo de improviso: En adelante, rezaré por usted.

Aquí vemos una imagen de nuestro ministerio sacerdotal. Nuestra misión es que sepamos de continuo, porque Dios así lo quiere, recorrer por extenso los senderos polvorientos de nuestro mundo en compañía de otros hombres. Y nos exige que, seguidamente, los tengamos presentes ante Dios para que sus caminos y los nuestros acaben confluyendo en los de Él
(CONTINUARA...EL PROXIMO MES)

sábado, 19 de junio de 2010

LOS SACERDOTES DIALOGAN CON EL SANTO PADRE


ENCUENTRO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON LOS SACERDOTES DE LA DIÓCESIS DE ALBANO


Sala de los Suizos, Palacio pontificio de Castelgandolfo
Jueves 31 de agosto de 2006
Algunos problemas de vida de los sacerdotes

P. Giuseppe Zane, vicario ad omnia, de 83 años:
Nuestro obispo le ha explicado, aunque brevemente, la situación de nuestra diócesis de Albano. Los sacerdotes estamos plenamente insertados en esta Iglesia, viviendo todos sus problemas y vicisitudes. Tanto los jóvenes como los mayores nos sentimos inadecuados, en primer lugar porque somos pocos en comparación con las muchas necesidades y procedemos de lugares muy diversos; además, sufrimos escasez de vocaciones al sacerdocio. Por estos motivos a veces nos desanimamos, tratando de tapar agujeros aquí o allá, a menudo obligados sólo a realizar "primeros auxilios", sin proyectos precisos. Al ver las muchas cosas que habría que hacer, sentimos la tentación de dar prioridad al hacer, descuidando el ser; y esto se refleja inevitablemente en la vida espiritual, en el diálogo con Dios, en la oración y en la caridad, en el amor a los hermanos, especialmente a los alejados. Santo Padre, ¿qué nos puede decir al respecto? Yo soy de edad avanzada..., pero estos jóvenes hermanos míos ¿pueden tener esperanza?

BENEDICTO XVI:
Queridos hermanos, ante todo, quisiera dirigiros unas palabras de bienvenida y de agradecimiento. Gracias al cardenal Sodano por su presencia, con la que expresa su amor y su solicitud por esta Iglesia suburbicaria. Gracias a usted, excelencia, por sus palabras. Con pocas frases me ha presentado la situación de esta diócesis, que no conocía en esta medida. Sabía que es la mayor de las diócesis suburbicarias, pero no sabía que hubiera crecido hasta los cincuenta mil habitantes. Veo que es una diócesis llena de desafíos, de problemas, pero ciertamente también de alegrías en la fe. Y veo que todas las cuestiones de nuestro tiempo están presentes: la emigración, el turismo, la marginación, el agnosticismo, pero también una fe firme.

No pretendo ser aquí ahora como un "oráculo", que podría responder de modo satisfactorio a todas las cuestiones. Las palabras de san Gregorio Magno que ha citado usted, excelencia, "que cada uno conozca infirmitatem suam", valen también para el Papa. También el Papa, día tras día, debe conocer y reconocer "infirmitatem suam", sus límites. Debe reconocer que sólo colaborando todos, en el diálogo, en la cooperación común, en la fe, como "cooperatores veritatis", de la Verdad que es una Persona, Jesús, podemos cumplir juntos nuestro servicio, cada uno en la parte que le corresponde. En este sentido, mis respuestas no serán exhaustivas, sino fragmentarias. Sin embargo, aceptamos precisamente esto: que sólo juntos podemos componer el "mosaico" de un trabajo pastoral que responda a la magnitud de los desafíos.

Usted, cardenal Sodano, ha comentado que nuestro querido hermano el padre Zane parece un poco pesimista. Pero hay que reconocer que cada uno de nosotros pasa por momentos en los que puede desanimarse ante la magnitud de lo que tiene que hacer y los límites de lo que en realidad puede hacer. Esto sucede también al Papa. ¿Qué debo hacer en esta hora de la Iglesia, con tantos problemas, con tantas alegrías, con tantos desafíos que afronta la Iglesia universal? Suceden tantas cosas cada día y no soy capaz de responder a todo. Hago mi parte, hago lo que puedo hacer.
Trato de encontrar las prioridades. Y soy feliz de contar con muchos buenos colaboradores. Puedo decir en este momento que constato cada día el gran trabajo que lleva a cabo la Secretaría de Estado bajo su sabia guía. Y sólo con esta red de colaboración, insertándome con mis pequeñas capacidades en una totalidad más grande, puedo y me atrevo a seguir adelante.

Así, naturalmente, también un párroco que está solo ve que son muchas las cosas que es preciso hacer en esta situación que usted, padre Zane, ha descrito brevemente. Y sólo puede hacer una: tapar agujeros —como dijo usted—, dedicarse a los "primeros auxilios", consciente de que se debería hacer mucho más. Pues bien, la primera necesidad de todos nosotros es reconocer con humildad nuestros límites, reconocer que debemos dejar que el Señor haga la mayoría de las cosas. Hoy escuchamos en el evangelio la parábola del siervo fiel (cf. Mt 24, 42-51). Este siervo, como nos dice el Señor, da la comida a los demás a su tiempo. No lo hace todo a la vez, sino que es un siervo sabio y prudente, que sabe distribuir en los diversos momentos lo que debe hacer en aquella situación. Lo hace con humildad, y también está seguro de la confianza de su señor. Así nosotros debemos hacer lo posible para tratar de ser sabios y prudentes, y también tener confianza en la bondad de nuestro Señor, porque al fin y al cabo debe ser él quien guíe a su Iglesia. Nosotros nos insertamos con nuestro pequeño don y hacemos lo que podemos, sobre todo las cosas siempre necesarias: los sacramentos, el anuncio de la Palabra, los signos de nuestra caridad y de nuestro amor.
Por lo que respecta a la vida interior, a la que usted ha aludido, es esencial para nuestro servicio sacerdotal. El tiempo que dedicamos a la oración no es un tiempo sustraído a nuestra responsabilidad pastoral, sino que es precisamente "trabajo" pastoral, es orar también por los demás. En el "Común de pastores" se lee que una de las características del buen pastor es que "multum oravit pro fratribus". Es propio del pastor ser hombre de oración, estar ante el Señor orando por los demás, sustituyendo también a los demás, que tal vez no saben orar, no quieren orar o no encuentran tiempo para orar. Así se pone de relieve que este diálogo con Dios es una actividad pastoral.

Por consiguiente, la Iglesia nos da, casi nos impone —aunque siempre como Madre buena— dedicar tiempo a Dios, con las dos prácticas que forman parte de nuestros deberes: celebrar la santa misa y rezar el breviario. Pero más que recitar, hacerlo como escucha de la Palabra que el Señor nos ofrece en la liturgia de las Horas. Es preciso interiorizar esta Palabra, estar atentos a lo que el Señor nos dice con esta Palabra, escuchar luego los comentarios de los Padres de la Iglesia o también del Concilio, en la segunda lectura del Oficio de lectura, y orar con esta gran invocación que son los Salmos, a través de los cuales nos insertamos en la oración de todos los tiempos. Ora con nosotros el pueblo de la antigua Alianza, y nosotros oramos con él. Oramos con el Señor, que es el verdadero sujeto de los Salmos. Oramos con la Iglesia de todos los tiempos. Este tiempo dedicado a la liturgia de las Horas es tiempo precioso. La Iglesia nos da esta libertad, este espacio libre de vida con Dios, que es también vida para los demás.

Así, me parece importante ver que estas dos realidades, la santa misa, celebrada realmente en diálogo con Dios, y la liturgia de las Horas, son zonas de libertad, de vida interior, que la Iglesia nos da y que constituyen una riqueza para nosotros. Como he dicho, en ellas no sólo nos encontramos con la Iglesia de todos los tiempos, sino también con el Señor mismo, que nos habla y espera nuestra respuesta. Así aprendemos a orar, insertándonos en la oración de todos los tiempos y nos encontramos también con el pueblo.

Pensemos en los Salmos, en las palabras de los profetas, en las palabras del Señor y de los Apóstoles; pensemos en los comentarios de los santos Padres. Hoy tuvimos el maravilloso comentario de san Columbano sobre Cristo, fuente de "agua viva", de la que bebemos. Orando nos encontramos también con los sufrimientos del pueblo de Dios hoy. Estas oraciones nos hacen pensar en la vida de cada día y nos guían al encuentro con la gente de hoy. Nos iluminan en este encuentro, porque a él no sólo acudimos con nuestra pequeña inteligencia, con nuestro amor a Dios, sino que también aprendemos, a través de esta palabra de Dios, a llevarles a Dios. Esto es lo que ellos esperan: que les llevemos el "agua viva", de la que habla hoy san Columbano.

La gente tiene sed. Y trata de apagar esta sed con diversas diversiones. Pero comprende bien que esas diversiones no son el "agua viva" que necesitamos. El Señor es la fuente del "agua viva". Pero en el capítulo 7 de san Juan nos dice que todo el que cree se convierte en una "fuente", porque ha bebido de Cristo. Y esta "agua viva" (v. 38) se transforma en nosotros en agua que brota, en una fuente para los demás.

Así, tratemos de beberla en la oración, en la celebración de la santa misa, en la lectura; tratemos de beber de esta fuente para que se convierta en fuente en nosotros, y podamos responder mejor a la sed de la gente de hoy, teniendo en nosotros el "agua viva", teniendo la realidad divina, la realidad del Señor Jesús, que se encarnó. Así podremos responder mejor a las necesidades de nuestra gente.

Esto por lo que se refiere a la primera pregunta: ¿Qué podemos hacer? Hagamos siempre todo lo posible en favor de la gente —en las otras preguntas tendremos la posibilidad de volver a este punto— y vivamos con el Señor para poder responder a la verdadera sed de la gente.

Su segunda pregunta era: ¿Tenemos esperanza para esta diócesis, para esta porción de pueblo de Dios que es la diócesis de Albano y para la Iglesia? Respondo sin dudarlo: sí. Naturalmente, tenemos esperanza: la Iglesia está viva. Tenemos dos mil años de historia de la Iglesia, con tantos sufrimientos, incluso con tantos fracasos. Pensemos en la Iglesia en Asia menor, la grande y floreciente Iglesia de África del norte, que con la invasión musulmana desapareció. Por tanto, porciones de Iglesia pueden desaparecer realmente, como dice san Juan en el Apocalipsis, o el Señor a través de san Juan: "Si no te arrepientes, iré donde ti y cambiaré de su lugar tu candelero" (Ap 2, 5). Pero, por otra parte, vemos cómo entre tantas crisis la Iglesia ha resurgido con nueva juventud, con nueva lozanía.

En el siglo de la Reforma, la Iglesia católica parecía en realidad casi acabada. Parecía triunfar esa nueva corriente, que afirmaba: ahora la Iglesia de Roma se ha acabado. Y vemos que con los grandes santos, como Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, Carlos Borromeo, y otros, la Iglesia resurgió. Encontró en el concilio de Trento una nueva actualización y una revitalización de su doctrina. Y revivió con gran vitalidad. Lo vemos también en el tiempo de la Ilustración, en el que Voltaire dijo: "Por fin se ha acabado esta antigua Iglesia, vive la humanidad". Y ¿qué sucedió, en cambio? La Iglesia se renovó. En el siglo XIX florecieron grandes santos, hubo una nueva vitalidad con tantas congregaciones religiosas: la fe es más fuerte que todas las corrientes que van y vienen.

Lo mismo sucedió en el siglo pasado. Hitler dijo en cierta ocasión: "La Providencia me ha llamado a mí, un católico, para acabar con el catolicismo. Sólo un católico puede destruir el catolicismo". Estaba seguro de contar con todos los medios para destruir por fin al catolicismo. Igualmente la gran corriente marxista estaba segura de realizar la revisión científica del mundo y de abrir las puertas al futuro: "la Iglesia está llegando a su fin, está acabada". Pero la Iglesia es más fuerte, según las palabras de Cristo. Es la vida de Cristo la que vence en su Iglesia.

También en tiempos difíciles, cuando faltan las vocaciones, la palabra del Señor permanece para siempre. Y, como dice el Señor mismo, el que construye su vida sobre esta "roca" de la palabra de Cristo, construye bien. Por eso, podemos tener confianza. Vemos también en nuestro tiempo nuevas iniciativas de fe. Vemos que en África la Iglesia, a pesar de todos sus problemas, tiene una gran floración de vocaciones que estimula. Y así, con todas las diversidades del panorama histórico de hoy, vemos —y no sólo, creemos— que las palabras del Señor son espíritu y vida, son palabras de vida eterna. San Pedro, como escuchamos el domingo pasado en el evangelio, dijo: "Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el santo de Dios" (Jn 6, 69). Y viendo a la Iglesia de hoy; viendo la vitalidad de la Iglesia, a pesar de todos sus sufrimientos, podemos decir también nosotros: hemos creído y conocido que tú tienes palabras de vida eterna y, por tanto, una esperanza que no defrauda.

La pastoral "integrada"
Mons. Gianni Macella, párroco de Albano:
En los últimos años, en sintonía con el proyecto de la Conferencia episcopal italiana para el decenio 2000-2010, estamos tratando de realizar un proyecto de "pastoral integrada". Son muchas las dificultades. Vale la pena recordar al menos el hecho de que muchos de los sacerdotes estamos aún vinculados a una praxis pastoral poco misionera y que parecía consolidada, pues estaba unida a un contexto "de cristiandad" como suele decirse; por otra parte, muchas de las peticiones de numerosos fieles dan por supuesto que la parroquia es como una especie de "supermercado" de servicios sagrados. Por eso, Santidad, quisiera preguntarle: una pastoral "integrada" ¿es sólo cuestión de estrategia, o hay una razón más profunda por la que debemos seguir trabajando en este sentido?

BENEDICTO XVI:
Confieso que con su pregunta he escuchado por primera vez la expresión "pastoral integrada". Me parece haber entendido su contenido: debemos tratar de integrar en un único camino pastoral tanto a los diversos agentes pastorales que existen hoy, como las diversas dimensiones del trabajo pastoral. Así, yo distinguiría las dimensiones de los sujetos del trabajo pastoral, y trataría de integrarlo todo en un único camino pastoral.

En su pregunta, usted ha dado a entender que existe un nivel que podríamos llamar "clásico" del trabajo en la parroquia para los fieles que han quedado —y tal vez aumentan— dando vida a la parroquia. Esta es la pastoral clásica, que siempre es importante. De ordinario distingo entre evangelización continuada —porque la fe continúa, la parroquia vive— y nueva evangelización, que trata de ser misionera, de ir más allá de los confines de los que ya son "fieles" y viven en la parroquia, o se benefician, tal vez también con una fe "reducida", de los servicios de la parroquia.

Me parece que en la parroquia tenemos tres compromisos fundamentales, que brotan de la esencia de la Iglesia y del ministerio sacerdotal. El primero es el servicio sacramental. El bautismo, su preparación y el esfuerzo por dar continuidad a los compromisos bautismales ya nos ponen en contacto también con los que no son demasiado creyentes. Podríamos decir que no es una actividad para conservar la cristiandad, sino un encuentro con personas que tal vez raramente van a la iglesia. El esfuerzo por preparar el bautismo, por abrir las almas de los padres, de los familiares, de los padrinos y las madrinas, a la realidad del bautismo ya puede y debe ser un compromiso misionero, que va más allá de los confines de las personas ya "fieles".

Al preparar el bautismo, tratemos de dar a entender que este sacramento es insertarse en la familia de Dios, que Dios vive y se preocupa de nosotros hasta el punto de que asumió nuestra carne e instituyó la Iglesia, que es su Cuerpo, en el que puede asumir de nuevo —por decirlo así— carne en nuestra sociedad. El bautismo es novedad de vida en el sentido de que, más allá del don de la vida biológica, necesitamos el don de un sentido para la vida que sea más fuerte que la muerte y que perdure aunque los padres un día desaparezcan. El don de la vida biológica sólo se justifica si podemos añadir la promesa de un sentido estable, de un futuro que, incluso en las crisis que se presentarán y que no podemos conocer, dará valor a la vida, de forma que valga la pena vivir, ser criaturas.

Creo que en la preparación de este sacramento, o hablando con los padres que no aprecian el bautismo, tenemos una situación misionera. Es un mensaje cristiano. Debemos hacernos intérpretes de la realidad que comienza con el bautismo. No conozco suficientemente bien el Ritual italiano. En el Ritual clásico, herencia de la Iglesia antigua, el bautismo comienza con la pregunta: "¿Qué pedís a la Iglesia de Dios?". Hoy, al menos en el Ritual alemán, se responde sencillamente: "El bautismo".
Esto no explicita suficientemente qué es lo que se debe desear. En el antiguo Ritual se decía: "la fe", es decir, una relación con Dios. Conocer a Dios. "Y ¿por qué pedís la fe?", continúa. "Porque queremos la vida eterna". Es decir, queremos una vida segura también en las crisis futuras, una vida que tenga sentido, que justifique el ser hombre.

En cualquier caso, yo creo que este diálogo se debe realizar con los padres ya antes del bautismo. Sólo para decir que el don del sacramento no es simplemente una "cosa", no es simplemente "cosificación", como dicen los franceses, sino que es una actividad misionera.

Luego viene la Confirmación, que conviene preparar en la edad en que las personas comienzan a tomar decisiones también con respecto a la fe. Ciertamente, no debemos transformar la Confirmación en una especie de "pelagianismo", como si en ella uno se hiciera católico por sí mismo, sino en una unión de don y respuesta.

Por último, la Eucaristía es la presencia permanente de Cristo en la celebración diaria de la santa misa. Como he dicho ya, es muy importante para el sacerdote, para su vida sacerdotal, como presencia real del don del Señor.

Ahora podemos mencionar el matrimonio: también este sacramento se presenta como una gran ocasión misionera, porque hoy, gracias a Dios, siguen queriendo casarse en la iglesia también muchos que no frecuentan demasiado la iglesia. Es una ocasión para ayudar a estos jóvenes a confrontarse con la realidad que es el matrimonio cristiano, el matrimonio sacramental. Me parece también una gran responsabilidad. Lo vemos en los procesos de nulidad y lo vemos sobre todo en el gran problema de los divorciados que se han vuelto a casar, que quieren recibir la Comunión y no entienden por qué no es posible. Probablemente, en el momento del "sí" ante el Señor no entendieron lo que implica ese "sí". Es unirse al "sí" de Cristo con nosotros. Es entrar en la fidelidad de Cristo y, por tanto, en el sacramento que es la Iglesia y así en el sacramento del matrimonio.

Por eso, la preparación para el matrimonio es una ocasión de suma importancia, tiene una dimensión misionera, para anunciar de nuevo en el sacramento del matrimonio el sacramento de Cristo, para comprender esta fidelidad y así hacer comprender luego el problema de los divorciados que se han vuelto a casar.

Este es el primer sector, el sector "clásico", de los sacramentos, que nos brinda la ocasión para encontrarnos con personas que no van todos los domingos a la iglesia y, por tanto, es una ocasión para realizar un anuncio realmente misionero, una "pastoral integrada". El segundo sector es el anuncio de la Palabra, con sus dos elementos esenciales: la homilía y la catequesis.

En el Sínodo de los obispos del año pasado los padres hablaron mucho de la homilía, poniendo de relieve cuán difícil es encontrar el "puente" entre la palabra del Nuevo Testamento, escrita hace dos mil años, y nuestro presente. La exégesis histórico-crítica a menudo no basta para ayudarnos en la preparación de la homilía. Lo constato yo mismo al tratar de preparar homilías que actualicen la palabra de Dios, o mejor, dado que la Palabra tiene una actualidad en sí misma, para hacer que la gente vea, perciba esta actualidad.

La exégesis histórico-crítica nos dice mucho acerca del pasado, acerca del momento en que nació la Palabra, acerca del significado que tuvo en el tiempo de los Apóstoles de Jesús, pero no siempre nos ayuda suficientemente a comprender que las palabras de Jesús, de los Apóstoles, y también del Antiguo Testamento, son espíritu y vida: en su palabra el Señor habla también hoy. Creo que debemos plantear a los teólogos el "desafío" —así lo hizo el Sínodo— de proseguir, de ayudar más a los párrocos a preparar las homilías, de hacer ver la presencia de la Palabra: el Señor habla conmigo hoy y no sólo en el pasado.

En estos últimos días he leído el proyecto de exhortación apostólica postsinodal. He visto, con satisfacción, que se habla de este "desafío" de preparar modelos de homilías. Al final, la homilía la prepara el párroco en su contexto, porque habla a "su" parroquia. Pero necesita ayuda para comprender y para ayudar a entender este "presente" de la Palabra, que nunca es una palabra del pasado sino que tiene plena actualidad.

Por último, el tercer sector: la cáritas, la diakonía. Siempre somos responsables de los que sufren, de los enfermos, de los marginados, de los pobres. A través del retrato de vuestra diócesis veo que son muchos los que necesitan de vuestra diakonía y también esta es una ocasión siempre misionera. Así, me parece que la pastoral parroquial "clásica" se autotrasciende en los tres sectores y es una pastoral misionera.

Paso ahora al segundo aspecto de la pastoral, tanto con respecto a los agentes como al trabajo que es preciso realizar. El párroco no puede hacerlo todo. Es imposible. No puede ser un "solista"; no puede hacerlo todo; necesita la ayuda de otros agentes pastorales. Me parece que hoy, tanto en los Movimientos como en la Acción católica, en las nuevas comunidades que existen, contamos con agentes que deben ser colaboradores en la parroquia para una pastoral "integrada".

Para esta pastoral "integrada" hoy es importante que los otros agentes que hay no sólo sean activos, sino que además se integren en el trabajo de la parroquia. El párroco no debe actuar él solo; debe también delegar. Deben aprender a integrarse realmente en el trabajo común de la parroquia y, naturalmente, también en la autotrascendencia de la parroquia en dos sentidos: autotrascendencia en el sentido de que las parroquias colaboran en la diócesis, porque el obispo es su pastor común y ayuda a coordinar también sus compromisos; y autotrascendencia en el sentido de que trabajan para todos los hombres de este tiempo y tratan también de llevar el mensaje a los agnósticos, a las personas que están en fase de búsqueda.

Este es el tercer nivel, del que ya hablamos antes ampliamente. Me parece que las ocasiones señaladas nos dan la posibilidad de encontrarnos con los que no frecuentan la parroquia, los que no tienen fe o tienen poca fe, y decirles una palabra misionera. Sobre todo estos nuevos sujetos de la pastoral, y los laicos que viven en las profesiones de nuestro tiempo, deben llevar la palabra de Dios también a los ámbitos que para el párroco a menudo son inaccesibles.

Coordinados por el obispo, tratemos de coordinar estos diversos sectores de la pastoral, de activar a los diversos agentes y sujetos pastorales en el compromiso común: por una parte, ayudar a la fe de los creyentes, que es un gran tesoro; y, por otra, hacer que el anuncio de la fe llegue a todos los que buscan con corazón sincero una respuesta satisfactoria a sus interrogantes existenciales.

La liturgia

Don Vittorio Petruzzi, vicario parroquial en Aprilia:
Santidad, para el año pastoral que está a punto de comenzar nuestra diócesis ha sido llamada por el obispo a prestar atención particular a la liturgia, tanto a nivel teológico como en la práctica de las celebraciones. Las semanas residenciales, en las que participaremos el próximo mes de septiembre, tendrán como tema central de reflexión: "Programar y realizar el anuncio en el Año litúrgico, en los sacramentos y en los sacramentales". Los sacerdotes estamos llamados a realizar una liturgia "seria, sencilla y hermosa", según una bella fórmula recogida en el documento "Comunicar el Evangelio en un mundo que cambia" del Episcopado italiano. Padre Santo, ¿puede ayudarnos a comprender cómo se puede llevar todo esto a la práctica en el ars celebrandi?

BENEDICTO XVI:
También en el ars celebrandi existen varias dimensiones. La primera es que la celebratio es oración y coloquio con Dios, de Dios con nosotros y de nosotros con Dios. Por tanto, la primera exigencia para una buena celebración es que el sacerdote entable realmente este coloquio. Al anunciar la Palabra, él mismo se siente en coloquio con Dios. Es oyente de la Palabra y anunciador de la Palabra, en el sentido de que se hace instrumento del Señor y trata de comprender esta palabra de Dios, que luego debe transmitir al pueblo. Está en coloquio con Dios, porque los textos de la santa misa no son textos teatrales o algo semejante, sino que son plegarias, gracias a las cuales, juntamente con la asamblea, hablamos con Dios.

Así pues, es importante entrar en este coloquio. San Benito, en su "Regla", hablando del rezo de los Salmos, dice a los monjes: "Mens concordet voci". La vox, las palabras preceden a nuestra mente. De ordinario no sucede así. Primero se debe pensar y luego el pensamiento se convierte en palabra. Pero aquí la palabra viene antes. La sagrada liturgia nos da las palabras; nosotros debemos entrar en estas palabras, encontrar la concordia con esta realidad que nos precede.

Además de esto, debemos también aprender a comprender la estructura de la liturgia y por qué está articulada así. La liturgia se ha desarrollado a lo largo de dos milenios e incluso después de la reforma no es algo elaborado sólo por algunos liturgistas. Sigue siendo una continuación de un desarrollo permanente de la adoración y del anuncio. Así, para poder sintonizar bien con ella, es muy importante comprender esta estructura desarrollada a lo largo del tiempo y entrar con nuestra mens en la vox de la Iglesia.

En la medida en que interioricemos esta estructura, en que comprendamos esta estructura, en que asimilemos las palabras de la liturgia, podremos entrar en consonancia interior, de forma que no sólo hablemos con Dios como personas individuales, sino que entremos en el "nosotros" de la Iglesia que ora; que transformemos nuestro "yo" entrando en el "nosotros" de la Iglesia, enriqueciendo, ensanchando este "yo", orando con la Iglesia, con las palabras de la Iglesia, entablando realmente un coloquio con Dios.

Esta es la primera condición: nosotros mismos debemos interiorizar la estructura, las palabras de la liturgia, la palabra de Dios. Así nuestro celebrar es realmente celebrar "con" la Iglesia: nuestro corazón se ha ensanchado y no hacemos algo, sino que estamos "con" la Iglesia en coloquio con Dios. Me parece que la gente percibe si realmente nosotros estamos en coloquio con Dios, con ellos y, por decirlo así, si atraemos a los demás a nuestra oración común, si atraemos a los demás a la comunión con los hijos de Dios; o si, por el contrario, sólo hacemos algo exterior.

El elemento fundamental de la verdadera ars celebrandi es, por tanto, esta consonancia, esta concordia entre lo que decimos con los labios y lo que pensamos con el corazón. El "sursum corda", una antiquísima fórmula de la liturgia, ya debería ser antes del Prefacio, antes de la liturgia, el "camino" de nuestro hablar y pensar. Debemos elevar nuestro corazón al Señor no sólo como una respuesta ritual, sino como expresión de lo que sucede en este corazón que se eleva y arrastra hacia arriba a los demás.

En otras palabras, el ars celebrandi no pretende invitar a una especie de teatro, de espectáculo, sino a una interioridad, que se hace sentir y resulta aceptable y evidente para la gente que asiste. Sólo si ven que no es un ars exterior, un espectáculo —no somos actores—, sino la expresión del camino de nuestro corazón, entonces la liturgia resulta hermosa, se hace comunión de todos los presentes con el Señor.

Naturalmente, a esta condición fundamental, expresada en las palabras de san Benito: "Mens concordet voci", es decir, que el corazón se eleve realmente al Señor, se deben añadir también cosas exteriores. Debemos aprender a pronunciar bien las palabras. Cuando yo era profesor en mi patria, a veces los muchachos leían la sagrada Escritura, y la leían como se lee el texto de un poeta que no se ha comprendido.

Como es obvio, para aprender a pronunciar bien, antes es preciso haber entendido el texto en su dramatismo, en su presente. Así también el Prefacio. Y la Plegaria eucarística. Para los fieles es difícil seguir un texto tan largo como el de nuestra Plegaria eucarística. Por eso, se han "inventado" siempre plegarias nuevas. Pero con Plegarias eucarísticas nuevas no se responde al problema, dado que el problema es que vivimos un tiempo que invita también a los demás al silencio con Dios y a orar con Dios. Por tanto, las cosas sólo podrán mejorar si la Plegaria eucarística se pronuncia bien, incluso con los debidos momentos de silencio, si se pronuncia con interioridad pero también con el arte de hablar.

De ahí se sigue que el rezo de la Plegaria eucarística requiere un momento de atención particular para pronunciarla de un modo que implique a los demás. También debemos encontrar momentos oportunos, tanto en la catequesis como en otras ocasiones, para explicar bien al pueblo de Dios esta Plegaria eucarística, a fin de que pueda seguir sus grandes momentos: el relato y las palabras de la institución, la oración por los vivos y por los difuntos, la acción de gracias al Señor, la epíclesis, de modo que la comunidad se implique realmente en esta plegaria.

Por consiguiente, hay que pronunciar bien las palabras. Luego, debe haber una preparación adecuada. Los monaguillos deben saber lo que tienen que hacer; los lectores deben saber realmente cómo han de pronunciar. Asimismo, el coro, el canto, deben estar preparados; el altar se debe adornar bien. Todo ello, aunque se trate de muchas cosas prácticas, forma parte del ars celebrandi. Pero, para concluir, este arte de entrar en comunión con el Señor, que preparamos con toda nuestra vida sacerdotal, es un elemento fundamental.

La familia
Don Angelo Pennazza, párroco en Pavona:
Santidad, en el Catecismo de la Iglesia católica leemos que "el Orden y el matrimonio, están ordenados a la salvación de los demás. (...) Confieren una misión particular en la Iglesia y sirven a la edificación del pueblo de Dios" (n. 1534). Esto nos parece realmente fundamental no sólo para nuestra acción pastoral, sino también para nuestro modo de ser sacerdotes. ¿Qué podemos hacer los sacerdotes para llevar a la práctica pastoral esta afirmación y, según lo que usted mismo ha reafirmado recientemente, cómo podemos comunicar de forma positiva la belleza del matrimonio, de forma que siga siendo atractivo también para los hombres y las mujeres de nuestro tiempo? La gracia sacramental de los esposos, ¿qué puede dar a nuestra vida sacerdotal?

BENEDICTO XVI:
Se trata de dos grandes preguntas. La primera es: ¿cómo comunicar a la gente de hoy la belleza del matrimonio? Vemos cómo muchos jóvenes tardan en casarse en la iglesia, porque tienen miedo de hacer una opción definitiva. Más aún, también tardan en casarse por lo civil. A muchos jóvenes, y también a muchos no tan jóvenes, una opción definitiva les parece un vínculo contra la libertad. Y su primer deseo es la libertad. Tienen miedo de fallar al final. Ven muchos matrimonios fracasados. Tienen miedo de que esta forma jurídica, como ellos la perciben, sea una carga exterior que apague el amor.

Es preciso ayudarles a comprender que no se trata de un vínculo jurídico, de una carga que se asume con el matrimonio. Al contrario, la profundidad y la belleza radican precisamente en el hecho de que es una opción definitiva. Sólo así el matrimonio puede hacer madurar el amor en toda su belleza. Pero, ¿cómo comunicarlo? Creo que es un problema que afrontamos todos nosotros.

Para mí, en Valencia —y usted, eminencia, podrá confirmarlo— un momento importante no sólo fue cuando hablé de esto, sino también cuando se presentaron ante mí diversas familias con más o menos hijos; una familia era casi una "parroquia", con muchos niños. La presencia, el testimonio de estas familias fue realmente mucho más fuerte que todas las palabras. Esas familias presentaron ante todo la riqueza de su experiencia familiar: cómo una familia tan grande resulta realmente una riqueza cultural, una oportunidad de educación de unos y otros, una posibilidad de hacer que convivan juntas las diversas expresiones de la cultura de hoy, la entrega, la ayuda mutua también en los momentos de sufrimiento, etc...

Pero también fue importante el testimonio de las crisis que han sufrido. Uno de esos matrimonios casi había llegado al divorcio. Explicaron cómo habían aprendido a superar esa crisis, el sufrimiento ante la alteridad del otro, y cómo habían aprendido a aceptarse de nuevo. Precisamente al superar el momento de la crisis, del deseo de separarse, creció una nueva dimensión del amor y se abrió una puerta hacia una nueva dimensión de la vida, que sólo podía abrirse soportando el sufrimiento de la crisis. Esto me parece muy importante. Hoy se llega a la crisis en el momento en que se constata la diversidad de temperamentos, la dificultad de soportarse cada día, durante toda la vida. Entonces, al final, se decide: separémonos.

A través de estos testimonios hemos comprendido que en la crisis, soportando el momento en que parece que ya no se puede más, realmente se abren nuevas puertas y una nueva belleza del amor. Una belleza hecha sólo de armonía no es una verdadera belleza; le falta algo; es deficitaria. La verdadera belleza necesita también el contraste. Lo oscuro y lo luminoso se completan. La uva para madurar no sólo necesita el sol, sino también la lluvia; no sólo el día, sino también la noche.

Los sacerdotes, tanto los jóvenes como los mayores, debemos aprender la necesidad del sufrimiento, de la crisis. Debemos aguantar, trascender este sufrimiento. Sólo así la vida resulta rica. Para mí el hecho de que el Señor lleve por toda la eternidad los estigmas tiene un valor simbólico. Esos estigmas, expresión de los atroces sufrimientos y de la muerte, son ahora sellos de la victoria de Cristo, de toda la belleza de su victoria y de su amor por nosotros.

Tanto los sacerdotes como las personas casadas debemos aceptar la necesidad de soportar la crisis de la alteridad, del otro, la crisis en que parece que ya no se puede convivir. Los esposos deben aprender juntos a seguir adelante, también por amor a los hijos, y así conocerse de nuevo, amarse de nuevo, con un amor mucho más profundo, mucho más verdadero. Así, en un camino largo, con sus sufrimientos, realmente madura el amor.

Me parece que nosotros, los sacerdotes, podemos también aprender de los esposos, precisamente de sus sufrimientos y de sus sacrificios. A menudo pensamos que sólo el celibato es un sacrificio.
Pero, conociendo los sacrificios de las personas casadas —pensemos en sus hijos, en los problemas que surgen, en los temores, en los sufrimientos, en las enfermedades, en la rebelión, y también en los problemas de los primeros años, cuando se pasan casi todas las noches en vela porque los niños lloran— debemos aprender de ellos, de sus sacrificios, nuestro sacrificio. Y aprender juntos que es hermoso madurar en los sacrificios y así trabajar por la salvación de los demás.

Usted, don Pennazza, con razón ha citado el Catecismo, que afirma que el matrimonio es un sacramento para la salvación de los demás: ante todo para la salvación del otro, del esposo, de la esposa, pero también de los niños, de los hijos y, por último, de toda la comunidad. Así el sacerdote madura también al encontrarse con los demás.

Así pues, creo que debemos implicar a las familias. Las fiestas de la familia me parecen muy importantes. Con ocasión de las fiestas conviene que aparezca la familia, que se destaque la belleza de las familias. También los testimonios, aunque quizá estén demasiado de moda, en ciertas ocasiones pueden ser realmente un anuncio, una ayuda para todos nosotros.

Para concluir, a mi parecer sigue siendo muy importante que en la carta de san Pablo a los Efesios las bodas de Dios con la humanidad a través de la encarnación del Señor se realicen en la cruz, en la que nace la nueva humanidad, la Iglesia. El matrimonio cristiano nace precisamente en estas bodas divinas. Como dice san Pablo, es la concretización sacramental de lo que sucede en este gran misterio. Así debemos seguir redescubriendo siempre este vínculo entre la cruz y la resurrección, entre la cruz y la belleza de la Redención, e insertarnos en este sacramento. Pidamos al Señor que nos ayude a anunciar bien este misterio, a vivir este misterio, a aprender de los esposos cómo lo viven ellos, a ayudarnos a vivir la cruz, de forma que lleguemos también a los momentos de la alegría y de la resurrección.

Los jóvenes
Don Gualtiero Isacchi, responsable del servicio diocesano de pastoral juvenil:
Los jóvenes son objeto de una atención especial por parte de nuestra diócesis. Las Jornadas mundiales los han puesto al descubierto: son muchos y entusiastas. Sin embargo, por lo general, nuestras parroquias no están adecuadamente preparadas para acogerlos; las comunidades parroquiales y los agentes pastorales no están suficientemente preparados para dialogar con ellos; los sacerdotes, comprometidos en las diversas tareas, no tienen el tiempo necesario para escucharlos. Sólo nos acordamos de ellos cuando resultan un problema o cuando los necesitamos para animar una celebración o una fiesta... ¿Cómo puede un sacerdote expresar hoy la opción preferencial por los jóvenes, a pesar de una agenda tan cargada? ¿Cómo podemos servir a los jóvenes a partir de sus valores, en vez de servirnos de ellos para "nuestras cosas"?

BENEDICTO XVI:
Ante todo, quisiera subrayar lo que usted ha dicho. Con motivo de las Jornadas mundiales de la juventud, y también en otras ocasiones, como recientemente en la Vigilia de Pentecostés, se pone de manifiesto que en la juventud hay un deseo, una búsqueda también de Dios. Los jóvenes quieren ver si Dios existe y qué les dice. Por tanto, tienen cierta disponibilidad, a pesar de todas las dificultades de hoy. También tienen entusiasmo. Por tanto, debemos hacer todo lo posible por mantener viva esta llama que se manifiesta en ocasiones como las Jornadas mundiales de la juventud.

¿Cómo hacerlo? Es nuestra pregunta común. Creo que precisamente aquí debería realizarse una "pastoral integrada", porque en realidad no todos los párrocos tienen la posibilidad de ocuparse suficientemente de la juventud. Por eso, se necesita una pastoral que trascienda los límites de la parroquia y que trascienda también los límites del trabajo del sacerdote. Una pastoral que implique también a muchos agentes.

Me parece que, bajo la coordinación del obispo, por una parte, se debe encontrar el modo de integrar a los jóvenes en la parroquia, a fin de que sean fermento de la vida parroquial; y, por otra, encontrar para estos jóvenes también la ayuda de agentes extra-parroquiales. Las dos cosas deben ir juntas. Es preciso sugerir a los jóvenes que, no sólo en la parroquia sino también en diversos contextos, deben integrarse en la vida de la diócesis, para luego volver a encontrarse en la parroquia. Por eso, hay que fomentar todas las iniciativas que vayan en este sentido.

Creo que es muy importante en la actualidad la experiencia del voluntariado. Es muy importante que a los jóvenes no sólo les quede la opción de las discotecas; hay que ofrecerles compromisos en los que vean que son necesarios, que pueden hacer algo bueno. Al sentir este impulso de hacer algo bueno por la humanidad, por alguien, por un grupo, los jóvenes sienten un estímulo a comprometerse y encuentran también la "pista" positiva de un compromiso, de una ética cristiana.

Me parece de gran importancia que los jóvenes tengan realmente compromisos cuya necesidad vean, que los guíen por el camino de un servicio positivo para prestar una ayuda inspirada en el amor de Cristo a los hombres, de forma que ellos mismos busquen las fuentes donde pueden encontrar fuerza y estímulo.

Otra experiencia son los grupos de oración, donde aprenden a escuchar la palabra de Dios, a comprender la palabra de Dios, precisamente en su contexto juvenil, a entrar en contacto con Dios. Esto quiere decir también aprender la forma común de oración, la liturgia, que tal vez en un primer momento les parezca bastante inaccesible. Aprenden que existe la palabra de Dios que nos busca, a pesar de toda la distancia de los tiempos, que nos habla hoy a nosotros. Nosotros llevamos al Señor el fruto de la tierra y de nuestro trabajo, y lo encontramos transformado en don de Dios.
Hablamos como hijos con el Padre y recibimos luego el don de él mismo. Recibimos la misión de ir por el mundo con el don de su presencia.

También serían útiles algunas clases de liturgia, a las que los jóvenes puedan asistir. Por otra parte, hacen falta ocasiones en que los jóvenes puedan mostrarse y presentarse. Aquí, en Albano, según he escuchado, se hizo una representación de la vida de san Francisco. Comprometerse en este sentido quiere decir entrar en la personalidad de san Francisco, de su tiempo, y así ensanchar la propia personalidad. Se trata sólo de un ejemplo, algo en apariencia bastante singular. Puede ser una educación para ensanchar la propia personalidad, para entrar en un contexto de tradición cristiana, para despertar la sed de conocer mejor la fuente donde bebió este santo, que no era sólo un ambientalista o un pacifista, sino sobre todo un hombre convertido.

Me ha complacido leer que el obispo de Asís, mons. Sorrentino, precisamente para salir al paso de este "abuso" de la figura de san Francisco, con ocasión del VIII centenario de su conversión convocó un "Año de conversión" para ver cuál es el verdadero "desafío". Tal vez todos podemos animar un poco a la juventud para que comprenda qué es la conversión, remitiéndonos a la figura de san Francisco, a fin de buscar un camino que ensanche la vida. Francisco al inicio era casi una especie de "playboy". Luego, cayó en la cuenta de que eso no era suficiente. Escuchó la voz del Señor: "Reconstruye mi casa". Poco a poco comprendió lo que quería decir "construir la casa del Señor".

Así pues, no tengo respuestas muy concretas, porque se trata de una misión donde encuentro ya a los jóvenes reunidos, gracias a Dios. Pero me parece que se deben aprovechar todas las oportunidades que se ofrecen hoy en los Movimientos, en las asociaciones, en el voluntariado, y en otras actividades juveniles.

También es necesario presentar la juventud a la parroquia, a fin de que vea quiénes son los jóvenes. Hace falta una pastoral vocacional. Todo debe coordinarlo el obispo. Me parece que, a través de la auténtica cooperación de los jóvenes que se forman, se encuentran agentes pastorales. Así, se puede abrir el camino de la conversión, la alegría de que Dios existe y se preocupa de nosotros, de que nosotros tenemos acceso a Dios y podemos ayudar a otros a "reconstruir su casa". Me parece que, en resumen, nuestra misión, a veces difícil, pero en último término muy hermosa consiste en "construir la casa de Dios" en el mundo actual.

Os agradezco vuestra atención y os pido disculpas por lo fragmentario de mis respuestas. Queremos colaborar juntos para que crezca la "casa de Dios" en nuestro tiempo, para que muchos jóvenes encuentren el camino del servicio al Señor.

lunes, 24 de mayo de 2010

TU ERES SACERDOTE PARA SIEMPRE


Vivan los sacerdotes
Por monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de Las Casas
SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS, sábado, 22 mayo 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de Las Casas, con el título "Vivan los sacerdotes".


VER

Me llamó la atención escuchar esta espontánea aclamación del pueblo, al hacer la visita pastoral a una comunidad indígena ch'ol, a cinco horas de San Cristóbal de Las Casas. Fue una celebración multitudinaria (no exagero) y durante la procesión de bienvenida que me dieron, desde las afueras del pueblo hasta donde está el templo, repetían varios de estos "vivas" y aplausos. Resalto este reconocimiento a los sacerdotes, por el persistente clima acusatorio de medios informativos en su contra, al difundir pecados clericales que son inocultables y siempre detestables, pero que se han sobredimensionado tendenciosamente. El poder de la televisión es enorme, pero es mayor la fuerza de la fe y el testimonio de la entrega generosa de la mayoría de los sacerdotes. El pueblo sencillo los quiere y los aclama; les tiene confianza y cariño.

Un catequista ch'ol, de nombre Agustín, al darme la bienvenida, dijo: "Esta comunidad, junto con la zona, hemos vivido persecuciones, muertes, amenazas y desplazamientos en tiempo de conflictos pasados; hoy, gracias a Dios, con la obra del Espíritu Santo, todos esos dolores se han calmado; hemos tenido el momento de dialogarnos para buscar la paz, y este es el mejor momento de encontrarnos como hermanos". Llegar a este ambiente de reconciliación y de paz, ha sido trabajo paciente de los sacerdotes, que les han acompañado en sus sufrimientos, sin violentar sus procesos. Por ello, el pueblo les quiere.

JUZGAR

Es muy oportuno lo dicho por el Papa Benedicto XVI: "El sacerdote representa a Cristo, al Enviado del Padre, continúa su misión, mediante la palabra y el sacramento, en esta totalidad de cuerpo y alma, de signo y palabra... Quiero invitar a todos los sacerdotes a celebrar y vivir con intensidad la Eucaristía, que está en el centro de la tarea de santificar; es Jesús que quiere estar con nosotros, vivir en nosotros, darse a sí mismo, mostrarnos la infinita misericordia y ternura de Dios... El sacerdote está llamado a ser ministro de este gran misterio, en el sacramento y en la vida. Aunque la gran tradición eclesial con razón ha desvinculado la eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote, eso no quita nada a la necesaria, más aún, indispensable tensión hacia la perfección moral, que debe existir en todo corazón auténticamente sacerdotal; el pueblo de Dios espera de sus pastores también un ejemplo de fe y un testimonio de santidad.

Sed conscientes del gran don que los sacerdotes constituyen para la Iglesia y para el mundo; mediante su ministerio, el Señor sigue salvando a los hombres, haciéndose presente, santificando. Estad agradecidos a Dios, y sobre todo estad cerca de vuestros sacerdotes con la oración y con el apoyo, especialmente en las dificultades, a fin de que sean cada vez más pastores según el corazón de Dios" (5-V-2010).

ACTUAR

¿Conoces al sacerdote que te bautizó? En tu boleta de bautismo está su nombre y la parroquia. Búscalo y agradécele haber sido el medio por el cual Dios te comunicó su propia vida, abriéndote a la eternidad. Ora por él, para que persevere en su vocación y sea santo.

Cuando confieses sacramentalmente tus pecados ante un sacerdote, exprésale tu gratitud, pues por su mediación Cristo te perdona, te libera, te levanta, te purifica, te salva.

Al tener la gracia de participar en una celebración eucarística, acércate al sacerdote, al concluir el rito, y manifiéstale tu agradecimiento. Con mayor razón, agradece a quien te dio la Primera Comunión, a quien presidió tu sacramento matrimonial, a quien fue a visitar a un familiar o conocido tuyo en su enfermedad, a quien con su predicación o sus consejos te ayudó a salir adelante.

No le niegues el título afectuoso de "padre", pues aunque es también hermano y servidor, por su sacramentalidad recibes la vida espiritual de Dios. En Cristo, engendramos a muchos en el Evangelio, y así participamos de la misma paternidad de Dios.

No seas ocasión de que un sacerdote sea infiel a su vocación. Si le significas una tentación, aléjate y exígele que viva con autenticidad su consagración. ¡Animo, hermanos sacerdotes!

ORACIÓN POR LOS SACERDOTES
¡Oh Jesús!
Te ruego por tus fieles y fervorosos sacerdotes,
por tus sacerdotes tibios e infieles,
por tus sacerdotes que trabajan cerca o en lejanas misiones,
por tus sacerdotes que sufren tentación,
por tus sacerdotes que sufren soledad y desolación,
por tus jóvenes sacerdotes,
por tus sacerdotes ancianos,
por tus sacerdotes enfermos,
por tus sacerdotes agonizantes
por los que padecen en el purgatorio.
Pero sobre todo, te encomiendo a los sacerdotes que me son más queridos,
al sacerdote que me bautizó,
al que me absolvió de mis pecados,
a los sacerdotes a cuyas Misas he asistido y que me dieron tu Cuerpo y Sangre en la Sagrada Comunión,
a los sacerdotes que me enseñaron e instruyeron, me alentaron y aconsejaron,
a todos los sacerdotes a quienes me liga una deuda de gratitud,
especialmente a...
¡Oh Jesús, guárdalos a todos junto a tu Corazón y concédeles abundantes bendiciones en el tiempo y en la eternidad!
Amén

Santa Teresa de Lisieux
Publicado por Fraternidad de Cristo Sacerdote y Santa María Reina

jueves, 29 de abril de 2010

NOTICIAS Y REFLEXIONES


Benedicto XVI:
el sacerdocio y la atención a los más pobres
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 28 de abril de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la intervención que el Papa Benedicto XVI pronunció hoy durante la Audiencia General con los peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro.

* * * *

Queridos hermanos y hermanas,

nos estamos acercando a la conclusión del Año Sacerdotal y, en este último miércoles de abril, quisiera hablar de dos santos sacerdotes ejemplares en su donación a Dios y en el testimonio de caridad, vivida en la Iglesia y para la Iglesia, hacia los hermanos más necesitados: san Leonardo Murialdo y san Giuseppe Benedetto Cottolengo. Del primero recordamos los 110 años de su muerte y los 40 de su canonización; del segundo han comenzado las celebraciones del 2° centenario de su Ordenación sacerdotal.

Murialdo nació en Turín el 26 de octubre de 1828: es la Turín de san Juan Bosco, del mismo san Giuseppe Cottolengo, tierra fecundada por muchos ejemplos de santidad de fieles laicos y sacerdotes. Leonardo es el octavo hijo de una familia sencilla. De niño, junto con su hermano, entró en el colegio de los Padres Escolapios de Savona para el curso elemental, la escuela media y la escuela superior; allí encontró educadores preparados, en un clima de religiosidad fundado en una seria catequesis, con prácticas de piedad regulares. Durante la adolescencia vivió, sin embargo, una profunda crisis existencial y espiritual que le llevó a anticipar la vuelta a la familia y a concluir sus estudios en Turín, inscribiéndose en el bienio de filosofía. La “vuelta a la luz” sucedió – como él relata – tras algunos meses, con la gracia de una confesión general, en la que redescubrió la inmensa misericordia de Dios; maduró, entonces, a los 17 años, la decisión de hacerse sacerdote, como respuesta de amor a Dios que le había aferrado con su amor. Fue ordenado el 20 de septiembre d 1851. Precisamente en aquel periodo, como catequista del Oratorio del Ángel Custodio, fue conocido y apreciado por Don Bosco, el cual le convenció de aceptar la dirección del nuevo Oratorio de San Luis en Porta Nuova, que realizó hasta 1865. Allí entró en contacto también con los graves problemas de los barrios más jóvenes, visitó sus casas, madurando una profunda sensibilidad social, educativa y apostólica que le llevó a dedicarse de forma autónoma a múltiples iniciativas a favor de la juventud. Catequesis, escuela, actividades recreativas fueron los fundamentos de su método educativo en el Oratorio. Don Bosco le quiso consigo con ocasión de la Audiencia que le concedió el beato Pío IX en 1858.

En 1873 fundó la Congregación de San José, cuyo fin apostólico fue, desde el principio, la formación de la juventud, especialmente la más pobre y abandonada. El ambiente turinés de esa época fue marcado por el intenso florecimiento de obras y actividades caritativas promovidas por Murialdo hasta su muerte, que tuvo lugar el 30 de marzo de 1900.

Quiero subrayar que el núcleo central de la espiritualidad de Murialdo es la convicción del amor misericordioso de Dios: un Padre siempre bueno, paciente y generoso, que revela la grandeza y la inmensidad de su misericordia con el perdón. Esta realidad san Leonardo la experimentó no a nivel intelectual, sino existencial, mediante el encuentro vivo con el Señor. Él se consideró siempre un hombre agraciado por Dios misericordioso: por esto vivió el sentido gozoso de la gratuidad al Señor, la serena conciencia de sus propios límites, el deseo ardiente de penitencia, el compromiso constante y generoso de conversión. Veía toda su existencia no sólo iluminada, guiada, sostenida por este amor, sino continuamente inmersa en la infinita misericordia de Dios. Escribió en su Testamento espiritual: "Tu misericordia me rodea, oh Señor… Como Dios está siempre y en todas partes, así es siempre y en todas partes amor, es siempre y en todas partes misericordia". Recordando el momento de crisis que tuvo en su juventud, anotaba: "He aquí que el buen Dios quería hacer resplandecer una vez más su bondad y generosidad de forma totalmente singular. No sólo me admitió de nuevo a su amistad, sino que me llamó a una elección de predilección: me llamó al sacerdocio, y esto sólo pocos meses después de mi vuelta a Él". San Leonardo vivió por eso la vocación sacerdotal como don gratuito de la misericordia de Dios con sentido de reconocimiento, alegría y amor. Escribió también: "¡Dios me ha elegido! Me ha llamado, me ha incluso obligado al honor, a la gloria, a la felicidad inefable de ser su ministro, de ser 'otro Cristo'... ¿Y dónde estaba yo cuando me buscabas, Dios mío? ¡En el fondo del abismo! Yo estaba allí, y allí vino Dios a buscarme; allí me hizo comprender su voz...”

Subrayando la grandeza de la misión del sacerdote que debe “continuar la obra de la redención, la gran obra de Jesucristo, la obra del Salvador del mundo”, es decir, la de “salvar a las almas”, san Leonardo recordaba siempre, a sí mismo y a los hermanos, la responsabilidad de una vida coherente con el sacramento recibido. Amor de Dios y amor a Dios: fue esta la fuerza de su camino de santidad, la ley de su sacerdocio, el significado más profundo de su apostolado entre los jóvenes pobres y la fuente de su oración. San Leonardo Murialdo se abandonó con confianza a la Providencia, realizando generosamente la voluntad divina, en el contacto con Dios y dedicándose a los jóvenes pobres. De este modo él unió el silencio contemplativo con el ardor incansable de la acción, la fidelidad a los deberes de cada día con la genialidad de las iniciativas, la fuerza en las dificultades con la serenidad del espíritu. Éste es su camino de santidad para vivir el mandamiento del amor, hacia Dios y hacia el prójimo.

Con el mismo espíritu de caridad vivió, cuarenta años antes de Murialdo, san Giuseppe Benedetto Cottolengo, fundador de la obra llamada por él mismo “Pequeña Casa de la Divina Providencia" y llamada hoy también "Cottolengo". El próximo domingo, en mi Visita pastoral a Turín, veneraré las reliquias de este Santo y de encontrar a los huéspedes de la “Pequeña Casa".

Giuseppe Benedetto Cottolengo nació en Bra, pequeña ciudad de la provincia de Cuneo, el 3 de mayo de 1786. Primogénito de 12 hijos, de los que 6 murieron a tierna edad, mostró desde pequeño gran sensibilidad hacia los pobres. Abrazó el camino del sacerdocio, imitado también por dos de sus hermanos. Los año de su juventud fueron los de la aventura napoleónica y de los consiguientes malestares en el campo religioso y social. Cottolengo se convirtió en un buen sacerdote, buscado por muchos penitentes y, en la Turín de esa época, predicador de ejercicios espirituales y conferencias entre los estudiantes universitarios, donde cosechaba siempre un éxito notable. A la edad de 32 años fue nombrado canónico de la Santísima Trinidad, una congregación de sacerdotes que tenía la tarea de oficiar en la Iglesia del Corpus Domini y de dar decoro a las ceremonias religiosas de la ciudad, pero en aquel puesto se sentía inquieto. Dios le estaba preparando para una misión particular y, precisamente con un encuentro inesperado y decisivo, le dio a entender cuál habría sido su futuro destino en el ejercicio de su ministerio.

El Señor pone siempre signos en nuestro camino para guiarnos según su voluntad al verdadero bien. Para el Cottolengo esto sucedió, de forma dramática, la mañana del domingo del 2 de septiembre de 1827. Llegó a Turín, procedente de Milán, la diligencia, llena como nunca de gente, en la que se apretaba una entera familia francesa en la que la mujer, con cinco niños, estaba al final del embarazo y con la fiebre alta. Tras haber vagado por varios hospitales, esa familia encontró alojamiento en un dormitorio público, pero la situación de la mujer siguió agravándose y algunos se pusieron a buscar un cura. Por un misterioso designio se cruzaron con Cottolengo, y fue precisamente él, con el corazón abrumado y oprimido, quien acompañó la muerte de esta joven madre, entre el desgarro de toda la familia. Tras haber concluido este doloroso deber, con el sufrimiento en el corazón, se reclinó ante el Santísimo Sacramento y rezó: “Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué me has querido testigo? ¿Qué quieres de mí? ¡Hay que hacer algo!”. Levantándose, hizo resonar todas las campanas, encender las velas y, acogiendo a los curiosos en la Iglesia, dijo: "¡La gracia se ha hecho! ¡La gracia se ha hecho!" Desde aquel momento Cottolengo se transformó: todas sus capacidades, especialmente su habilidad económica y organizativa, se utilizaron para dar vida a iniciativas en apoyo de los más necesitados.

Supo implicar en su empresa a decenas y decenas de colaboradores y voluntarios. Trasladándose hacia la periferia de Turín para expandir su obra, creó una especie de pueblo, en el que a cada edificio que consiguió construir le asignó un nombre significativo: "casa de la fe", "casa de la esperanza", "casa de la caridad". Puso en marcha el estilo de las “familias”, constituyendo verdaderas y propias comunidades de personas, voluntarios y voluntarias, hombres y mujeres, religiosos y laicos, unidos para afrontar y superar juntos las dificultades que se presentaban. Cada uno en esa Pequeña Casa de la Divina Providencia tenía una tarea precisa: quien trabajaba, quien rezaba, quien servía, quien enseñaba, quien administraba. Sanos y enfermos compartían todos el mismo peso del día a día. También la vida religiosa se especificó en el tiempo, según las necesidades y las exigencias particulares. Pensó incluso en un seminario propio, para una formación específica de los sacerdotes de la Obra. Estuvo siempre dispuesto a seguir a la Divina Providencia, nunca a cuestionarla. Decía: “Yo no soy bueno en nada y no sé siquiera que estoy haciendo. La Divina Providencia sin embargo sabe ciertamente lo que quiere. A mí sólo me toda secundarla. Adelante in Domino". Para sus pobres y los más necesitados, se definirá siempre el “obrero de la Divina Providencia".

Junto a las pequeñas ciudadelas quiso fundar también cinco monasterios de monjas contemplativas y uno de ermitaños, y los consideró entre las realizaciones más importantes: una especie de “corazón” que debía latir para toda la Obra. Murió el 30 de abril de 1842, pronunciando estas palabras: "Misericordia, Domine; Misericordia, Domine. Buena y Santa Providencia… Virgen Santa, ahora os toca a Vos". Su vida, como escribió un periódico de su tiempo, fue “una intensa jornada de amor”.

Queridos amigos, estos dos santos sacerdotes, de los cuales he presentado algún rasgo, vivieron su ministerio en el don total de la vida a los más pobres, a los más necesitados, a los últimos, encontrando siempre la raíz profunda, la fuente inextinguible de su acción en la relación con Dios, bebiendo de su amor, en la convicción profunda de que no es posible ejercer la caridad sin vivir en Cristo y en la Iglesia. Que su intercesión y su ejemplo sigan iluminando el ministerio de tantos sacerdotes que se consumen con generosidad por Dios y por el rebaño a ellos confiado, y que ayuden a cada uno a entregarse con alegría y generosidad a Dios y al prójimo.

EL PAPA LES HABLA A LOS SACERDOTES

CARTA DEL PAPA A LOS SACERDOTES CON MOTIVO DEL AÑO SACERDOTAL

Una nueva primavera para la Iglesia

Queridos hermanos en el Sacerdocio:

He resuelto convocar oficialmente un "Año Sacerdotal" con ocasión del 150 aniversario del "dies natalis" de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús -jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero-.1 Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.

"El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús", repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars.2 Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de "amigos de Cristo", llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?

Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.

Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?

Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: "Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina".3 Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: "¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría... Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia...".4 Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: "Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote... ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo".5 Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: "Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor... Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra... ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes... Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias... El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros".6

Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: "No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá". Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: "Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida". Con esta oración comenzó su misión.7 El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.

Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su "Yo filial", que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, "viviendo" incluso materialmente en su Iglesia parroquial: "En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa... Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Angelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar", se lee en su primera biografía.8

La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars también supo "hacerse presente" en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la "Providence" (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.

Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal9 y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos "para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua' (Rm 12, 10)".10 En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de "reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia... Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos".11

El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía.12 "No hay necesidad de hablar mucho para orar bien", les enseñaba el Cura de Ars. "Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración".13 Y les persuadía: "Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él...".14 "Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis".15 Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que "no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración... Contemplaba la hostia con amor".16 Les decía: "Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios".17 Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: "La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!".18 Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: "¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!".19

Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba -con una sola moción interior- del altar al confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un "círculo virtuoso". Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en "el gran hospital de las almas".20 Su primer biógrafo afirma: "La gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua".21 En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: "No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él".22 "Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes".23

Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: "Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita".24 Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del "diálogo de salvación" que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el "torrente de la divina misericordia" que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: "El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!".25 A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo "abominable" de su actitud: "Lloro porque vosotros no lloráis",26 decía. "Si el Señor no fuese tan bueno... pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno".27 Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como "encarnado" en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: "Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios... ¡Qué maravilla!".28 Y les enseñaba a orar: "Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz".29

El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: "La mayor desgracia para nosotros los párrocos -deploraba el Santo- es que el alma se endurezca"; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas.30 Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: "Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos".31 Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el "alto precio" de la redención.

En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio".32 Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: "¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?".33 Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el "nuevo estilo de vida" que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo.34

La identificación sin reservas con este "nuevo estilo de vida" caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostri primordia, publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: "Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana".35 El Cura de Ars supo vivir los "consejos evangélicos" de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la "Providence",36 sus familias más necesitadas. Por eso "era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo".37 Y explicaba: "Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada".38 Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: "Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros".39 Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: "No tengo nada... Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera".40 También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que "la castidad brillaba en su mirada", y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado.41 También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse "a llorar su pobre vida, en soledad".42 Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: "No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido".43 Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: "Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios".44

En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. "El Espíritu es multiforme en sus dones... Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas... Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuerpo".45 A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: "Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño".46 Dichos dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas "puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo".47 Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical "forma comunitaria" y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo.48 Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva.49 Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.

El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente "entregado" a su ministerio. "Nos apremia el amor de Cristo -escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron" (2 Co 5, 14). Y añadía: "Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?

Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: "Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854".50 El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que "Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre".51

Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: "En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz.

Con mi bendición.

Vaticano, 16 de junio de 2009.

BENEDICTUS PP.XVI

CARTA A MIS AMIGOS

CARTAS DE AMIGOS A LOS SACERDOTES

Inmaculado Corazón de Jesús y de Maria.
Guarda dentro de tu corazón a todos tus hijos sacerdotes.
Que cada Misa, cada Oración, cada Rosario, cada Acto de Piedad, cada Sacramento que celebren, sea un verdadero ofrecimiento a Dios Que impregne en cada uno de tus hijos el aroma agradable que viene de Dios.
Guarda todo su corazón, su alma, su cuerpo, sus pensamientos; en una palabra en todo su ser, Bendícelos y presérvalos de todo mal para que sean como una perla pura y preciosa a los ojos de Dios.
Que tu inmaculada Sangre derramada, renueve en cada uno de nosotros; pueblo de Dios.la perseverancia en la oración por el papa Benedicto XVI,Obispos,Sacerdotes, Seminaristas
Te imploro por intercesión de San Juan Maria Vianney. Amen
Elisabet

Va Esta humilde oración de todo corazón, por todos los sacerdotes que Dios puso en mi camino, especialmente, Rubén, Augusto, Dante, Elvin, Rodolfo, Antonio. Rinaldo, (P. Daniel fallecido).Por el sacerdote que me bautizo, por el que me dio la comunión, Por quien me confirmo y por cada uno que absolvió mis pecados. Por todos los sacerdotes monjes del Monasterio Benedictino de los Toldos, por los que me formaron, por las Sacerdotes del IVE. Instituto del Verbo Encarnado de San Rafael y por los que Dios pondrá en mi camino.
Dios los bendiga a todos.

Elisabet cena (elisabet33@speedy.com.ar)
Enviado el miércoles, 24 de junio de 2009

ORACIÓN DE FRANCISCANOS DE MARÍA

JESUS…

Me fío de ti
(Se que lo que me pasa es fruto de tu amor)
Te quiero
(Eres el primero en mi corazón)
Te adoro
(Eres más importante que mi trabajo, el dinero y cualquier cosa)
Te doy gracias
(Por haberme creado, por haberte hecho hombre, por haber muerto y resucitado por mí,
Por la Eucaristía y la Confesión, por la iglesia, la Virgen y los Santos,
Por las cosas que he tenido, por las que tengo, porque puedo ayudar a los demás,
Por el afecto que recibo)
Te pido perdón
(Por el mal que he hecho,
Por el bien que he dejado de hacer)
Te pido Gracias
(Espirituales – como la superación de los defectos personales,
y Materiales – para uno mismo, para los demás, para la sociedad)
Me ofrezco a ti
(Puedes contar conmigo para lo que quieras)
Como María
(Con el cariño de tu Madre y con su manera de actuar viviendo las virtudes)
Amén

Afectuosamente
Cristian Diez Gomez

cdiezgomez@arcor.com.ar

cristian10gomez@hotmail.com

Enviado el 26 de junio de 2009

AÑO SACERDOTAL

AÑO SACERDOTAL: LA FIGURA DEL SACERDOTE ES FUNDAMENTAL EN LA VIDA DE LA IGLESIA

COMUNICADO: CONVOCATORIA DEL AÑO SACERDOTAL

Con ocasión del 150° aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars, Juan María Vianney, Su Santidad ha anunciado…que, del 19 de junio de 2009 al 19 de junio de 2010, se celebrará un especial Año Sacerdotal, que tendrá como tema

“FIDELIDAD DE CRISTO, FIDELIDAD DEL SACERDOTE”.

El Santo Padre lo abrirá presidiendo la celebración de las Vísperas, el 19 de junio D.m. solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y jornada de santificación sacerdotal, en presencia de la reliquia del Cura de Ars traída por el obispo de Belley-Ars; lo cerrará, el 19 de junio de 2010, tomando parte en un “Encuentro Mundial Sacerdotal” en la Plaza de San Pedro.

Durante este Año jubilar, Benedicto XVI proclamará a san Juan María Vianney “Patrono de todos los sacerdotes del mundo”. Se publicará además el “Directorio para los Confesores y Directores Espirituales”, junto con una recopilación de textos del Sumo Pontífice sobre los temas esenciales de la vida y de la misión sacerdotal en la época actual.

La Congregación para el Clero, de acuerdo con los Ordinarios diocesanos y los Superiores de los Institutos religiosos, se preocupará de promover y coordinar las diversas iniciativas espirituales y pastorales que se presenten para hacer percibir cada vez más la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea, como también la necesidad de potenciar la formación permanente de los sacerdotes ligándola a la de los seminaristas.

Escriba una carta, un poema, un mensaje de esperanza, un cuento, y todo lo que se refiera a los sacerdotes
Es nuestra oportunidad de ALENTARLOS EN SU MINISTERIO, AGRADECERLES POR SU ENTREGA, ORAR POR SU PERSEVERANCIA, PEDIR A LA SANTISIMA VIRGEN POR SU SANTIFICACION, HACERLOS SENTIR PARTE DE NUESTRA FAMILIA, ACOMPAÑARLOS EN SU PEREGRINAR….
VISITE
www.asacerdotal2009.blogspot.com
ENVIE SUS EMAIL A
padredante@hotmail.com

INVITEMOS A TODOS NUESTROS CONTACTOS A UNIRSE A ESTA CADENA DE ORACION

NOTICIAS

Asesinado otro sacerdote español en Cuba

Mariano Arroyo Merino, había nacido en 1934 en Cabezón de la Sal, Cantabria

LA HABANA, martes, 14 de julio de 2009 (ZENIT.org).- Este lunes, 13 de julio, fue encontrado muerto en una de las habitaciones de la parroquia de Nuestra Señora de Regla, el sacerdote Mariano Arroyo Merino.

Los primeros informes indican que el sacerdote, de origen español, fue asesinado, según aclara a ZENIT el arzobispado de la capital cubana.

Si la información se confirma, sería el segundo presbítero español asesinado en Cuba en lo que va de año, después de que el cuerpo del sacerdote de la arquidiócesis de Madrid, Eduardo de la Fuente Serrano, de 59 años, apareciera sin vida el pasado 14 de febrero.

El padre Mariano Arroyo había nacido el 20 de febrero de 1935, en Cabezón de la Sal, Cantabria. Fue ordenado sacerdote el 17 de abril de 1960. Poco después, en 1962, partió como misionero a Santiago de Chile, donde permaneció hasta 1968. De 1969 a 1979 trabaja nuevamente en Madrid, España, como párroco y formador del Seminario. En 1980 regresó a Chile, y prestó servicio en varias parroquias de la diócesis de Copiapó.

El padre Arroyo, quien era Licenciado en filosofía y teología por la Universidad Pontificia de Comillas, y Licenciado en filosofía y letras por la Complutense de Madrid, llegó a La Habana el 19 de enero de 1997.

En marzo siguiente el cardenal Jaime Ortega le nombra párroco de Nuestra Señora del Pilar, en La Habana, y en diciembre de 2004, le designa rector y párroco del Santuario Nacional de Nuestra Señora de Regla, ubicado frente a la bahía habanera.

"Allí permaneció hasta su muerte, desarrollando un intenso trabajo pastoral y desplegando un particular carisma hacia la religiosidad popular y el sincretismo religioso", explica el arzobispado de La Habana.

Durante su estancia en La Habana había sido también asesor del Movimiento de Trabajadores Cristianos y director del Instituto de ciencias religiosas "Padre Félix Varela".

La arquidiócesis de La Habana explica que en el momento en el que envió el informe estaba "en curso el proceso investigativo".


Brasil: Funeral por el sacerdote asesinado

El padre Gisley Azevedo Gomes fue víctima de la violencia que quería combatir

BRASILIA, jueves 18 de junio de 2009 (ZENIT.org).- La Misa de cuerpo presente por el padre Gisley Azevedo Gomes, asesinado este lunes en Brasilia, se celebró el miércoles en la parroquia Santa Cruz y Santa Edwiges de la capital brasileña.

Los obispos y asesores de la conferencia episcopal de Brasil, que participaban en una reunión del Consejo Permanente, estuvieron presentes en la celebración.

Los restos mortales del padre Gisley serán sepultados en su tierra natal, Morrinhos, en Goiás.

El cuerpo sin vida del sacerdote fue hallado en las proximidades de Brazilandia, ciudad satélite del Distrito Federal.

Las investigaciones apuntan al robo como motivo del crimen, según la Pastoral nacional de Juventud de Brasil, de la que él era asesor.

En un comunicado, el organismo recuerda "su empeño en la lucha por la juventud, sus valientes palabras en defensa de la vida y sobre todo su compromiso con la bandera de la justicia y de la paz".

"Junto con la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil, afirmamos que, lamentablemente, el padre Gisley fue víctima de la violencia que ansiaba combatir", indica el comunicado.

"Gritamos con fuerza y valentía que toda vida tiene el mismo valor, que es urgente enfrentar los grandes debates de seguridad pública y que nuestra marcha sólo se engrandece con la fuerza de su martirio", añade.

Ordenado sacerdote el 29 de mayo de 2005, el padre Gisley organizaba, con las pastorales de juventud de Brasil, la Campaña Nacional contra el Exterminio de la Juventud, que tenía como lema "Juventud en marcha contra la violencia".


Asesinan a un sacerdote y dos seminaristas en México

Ejecutados a balazos en Ciudad Altamiarano (Guerrero)

CIUDAD ALTAMIRANO, lunes 15 de junio de 2009 (ZENIT.org-El Observador).- Cuando se dirigían a una reunión de pastoral vocacional, fueron asesinados un sacerdote y dos seminaristas de la diócesis de Ciudad Altamirano, la noche del sábado en el municipio de Arcelia, en Tierra Caliente, Guerrero.

Se trata del sacerdote Habacuc Hernández Benítez, de 39 años de edad, coordinador de la pastoral vocacional en la diócesis de Altamirano, y los jóvenes Eduardo Oregón Benítez, de 19, y Silvestre González Cambrón, de 21, ambos vecinos de Ajuchitlán, Guerrero y que estaban en el proceso conocido como "seminaristas en familia".

Según el director de la Policía Investigadora Ministerial (PIM), alrededor de las siete de la noche del sábado, el sacerdote y los seminaristas fueron ejecutados a balazos por varios sujetos, cuando viajaban en una camioneta, en una de las céntricas calles de Arcelia, de pronto otro vehículo se les emparejó y los bajó de la camioneta disparándoles varios balazos calibre 9 milímetros.

Los cuerpos fueron velados en el seminario de Ciudad Altamirano y el lunes fueron trasladados a sus lugares de origen. El padre Habacuc fue ordenado en noviembre de 2002, mientras los jóvenes apoyaban a los sacerdotes de la zona.

Un golpe doloroso para la Iglesia

El domingo, en conferencia de prensa el arzobispo de Acapulco, monseñor Felipe Aguirre Franco conmocionado por el hecho dijo: "No sabemos hasta ahora cómo estuvieron las cosas, estamos prejuzgando y reflexionando en que vieron que eran unos jóvenes, había pasado un enfrentamiento y ellos iban en un carro, no se pararon", señaló sin abundar en el hecho. Aseguró que los cuerpos presentan disparos por la espalda.

"Esto es un golpe muy doloroso para Guerrero y para la Iglesia de la diócesis de Altamirano; nos duele el asesinato del sacerdote y los jóvenes, quienes estaban en un seminario en familia", dijo el obispo.

"Nos convertimos en rehenes en esta confrontación violenta de ajustes de cuenta de los carteles que están sobre nosotros, eso también contagia a personas, pues imitan estas acciones violentas y quieren llevar acabo lo que es la ley de la selva", afirmó Aguirre Franco.

También señaló el prelado que en aquella región del país prevalece la ley de resolver con la pistola, del ajuste de cuentas, del derramamiento de sangre, "es una sociedad que se está cainizando, es decir el hermano que mata al hermano".

En este sentido indicó que las fuerzas armadas no "bastan" para resolver el problema integral del narcotráfico y la violencia, por lo que es necesario que existan acciones que atiendan de manera integral este problema, ya que se está entrando en una guerra sin fin.

Monseñor Aguirre Franco dijo que ante estos hechos no solicitarán seguridad, ya que están en manos de Dios, y que la providencia los proteja, ya que son ciudadanos como todos los demás y no van a pedir seguridad. "Necesitamos la ayuda de Dios, pero no hay pánico, sólo tomaremos las precauciones necesarias para evitar confusiones", concluyó.

Por Gilberto Hernández García


Colombia: Asesinado un sacerdote conocido por su obra de caridad

El padre Juan Gonzalo Aristizábal fue encontrado muerto este domingo en Medellín

MEDELLÍN, lunes, 23 febrero 2009 (ZENIT.org).- "Nos aterra, nos horroriza este asesinato", así expresó este domingo el presidente de Colombia Álvaro Uribe Vélez al conocer la noticia de la trágica muerte del padre Juan Gonzalo Aristizábal, ocurrido en la ciudad de Medellín.

El cuerpo sin vida del sacerdote fue encontrado en ese día en su vehículo, cerca de la Universidad de Antioquia, de Medellín. Al parecer fue asesinado por asfixia mecánica. Sus exequias se realizaron hoy lunes en la Catedral Metropolitana de esta ciudad.

El padre Juan Gonzalo, de 58 años y 25 de sacerdote, era párroco de la iglesia de San Juan Apóstol. Los domingos celebraba misa en algunos hoteles de la ciudad como el Dann Carlton, el Belfort, el Poblado Plaza y el Intercontinental. Cientos de turistas así como de de feligreses que vivían en lugares aledaños, asistían semanalmente a su eucaristía.

Actualmente participaba en la construcción de una parroquia en el sector de El Tesoro, uno de los más prestigiosos de esta ciudad.

"Es un impacto que hoy quisiéramos que no fuera verdad. Son muchos años no solamente vinculado a hoteles sino al sector turístico y a toda la comunidad. Él era un maestro, un amigo, una persona que siempre estaba lista para una misa, un bautizo o un matrimonio", dijo en declaraciones al periódico "El Mundo" Manuel Molina, gerente del Hotel Dann Carlton de Medellín.

El presbítero lideraba algunas labores sociales como la destinación de las colectas dominicales en los hoteles para brindar becas estudiantiles en los barrios más pobres de Medellín. También era capellán en un asilo de ancianos en el deprimido barrio de Belencito de esta ciudad.

Igualmente el padre Aristizabal se desempeñó durante mucho tiempo como capellán de la Gobernación del departamento colombiano de Antioquia, cuya capital es Medellín. En ese entonces, se desempeñaba como gobernador el hoy presidente Álvaro Uribe Vélez. "Con él tuvimos en esa Gobernación una profunda cercanía", aseguró el primer mandatario de los colombianos.

Monseñor Alberto Giraldo Jaramillo, arzobispo de Medellín, ha declarado que el sacerdote fallecido "se distinguía por su espíritu de caridad con los más necesitados, entrega pastoral, inteligencia, entrega a los demás".

"Como Iglesia Católica rechazamos rotundamente esta clase de actos que van en contra de la vida humana, el mejoramiento de la sociedad y la labor evangelizadora de un sacerdote que diariamente procura el bien a los demás", afirma el prelado en un comunicado.

"No tenemos palabras para expresar nuestra preocupación y pena por el asesinato de nuestro querido presbítero".

El arzobispo concluye haciendo "un llamamiento a la oración por el eterno descanso" del presbítero y "por los responsables de este magnicidio para que el Señor transforme sus corazones".

Hasta el momento las autoridades eclesiásticas y policiales no han sabido precisar detalles sobre las causas y los actores de este crimen.


Bosnia-Herzegovina: Sacerdotes católicos desaparecidos, el gobierno calla

Las dificultades de ser católico en el territorio controlado por los serbios

BANJA LUKA, 8 sep (ZENIT.org-FIDES).- Han pasado cinco años desde que desapareció el padre Tomislav Matanovic. El sacerdote católico fue secuestrado el 18 de septiembre de 1995, junto a sus padres; tenía 33 años. Desde entonces, no se tienen noticias suyas y las autoridades de la República Srpska (la zona bosnia controlada por los serbios) nunca han hecho investigaciones para aclarar el misterio de su desaparición.
Además del padre Matanovic, en tiempos de la guerra en Bosnia, desapareció también el padre Ratko Grgic, párroco de Nova Topola. No se tienen noticias suyas desde el pasado 16 de junio de 1992. En el momento de la desaparición tenía 48 años.
Según informaciones recogidas por la agencia de la Santa Sede, «Fides», representantes de la Iglesia católica, entre quienes se encuentra el obispo de Banja Luka, monseñor Franjo Komarica; el nuncio apostólico, el arzobispo Giuseppe Leanza; y el arzobispo Jean Louis Tauran, secretario vaticano para las Relaciones con los Estados; han interpelado en varias ocasiones al gobierno para pedir explicaciones.
«Las autoridades políticas --explican las fuentes autorizadas consultadas por «Fides»-- nunca han respondido». Entre los pocos católicos que quedan en la región se ha difundido la convicción de que los padres Matanovic y Grgic fueron asesinados, víctimas --«mártires» dicen ellos-- de la guerra étnica que ensangrentó la antigua Yugoslavia. Ahora bien, piden que se aclaren las circunstancias y que se les permita recuperar sus cuerpos.
En la zona, son muy difíciles las condiciones de los refugiados de religión católica que han decidido regresar a sus casas. Entre 1991 y 1992, fueron expulsados de Banja Luka unos 70 mil católicos (croatas, checos, eslovacos, italianos, polacos y ucranianos). Hasta la fecha, sólo han regresado 509 familias (1024 personas de fe católica). En su mayoría se trata de personas ancianas.
«Los que regresan --afirman fuentes de «Fides»-- no pueden encontrar trabajo, y no se les permite retomar el empleo que tenían antes, del que fueron expulsados durante la guerra». Los ancianos pasan meses enteros sin recibir la jubilación a la que tienen derecho. Además, «quienes regresan tienen, en teoría, derecho a la asistencia sanitaria, pero en la práctica tienen que pagar todo».
Fuentes locales han asegurado que «la mayor parte de las organizaciones internacionales activas en la región no ofrecen asistencia a los católicos que regresan: a muchos se les dice que vayan a pedir ayuda a la Cáritas».